El otro día en el autobús
escuché a dos chicos de dieciocho años hablando de sus respectivas carreras
universitarias recién comenzadas y
comentando la vida de sus compañeros de piso y, cómo no, me tocó escuchar una
cancioncilla bien conocida por mí y por todos los que, como yo, hoy ostentan el
título de maestros y maestras. “Pues mi compañera de piso está haciendo
magisterio y es que no hace nada. Fíjate, que está agobiada porque tiene que
hacer un dibujo con rotuladores y no sé qué más. ¡Es que eso no es serio!” “Ya
ves.” Le contestaba el chico. “Yo también tenía un amigo haciendo magisterio y
se pasó la carrera haciendo manualidades y dinámicas sociales en clase y
teatros y no sé qué.”
Y, como siempre que
escucho cosas de este estilo, recuerdo el día que decidí dedicarme a
esto, un año después de haber comenzado Traducción, pese a que desde el principio sabía que la educación era lo mío; olvidando consejos y razones de todo el mundo y al final, dejándome llevar por lo que yo realmente deseaba. Con un 9,06 como nota de corte, que en aquellos tiempos era mucho, (porque era sobre 10 y no este experimento que han hecho con Selectividad); todo el mundo me miró como si hubiera perdido la cabeza. “Vas a tirar tu nota” Me decían. “Con la cabeza que tienes… podrías hacer medicina o ser notario.” “¿En serio vas a hacer esa carrera?” Hoy, después de haber terminado esta carrera, de haber continuado haciendo Psicopedagogía, y de seguir formándome en el ámbito educativo, me gustaría dejar algunas cosas claras a todos los que pensaron eso, a todos los que a día de hoy siguen burlándose de la carrera, a los que miran por encima del hombro a los jóvenes que, como yo, deciden embarcarse en la aventura de enseñar…
Yo soy la persona que acogerá
a tus hijos cuando aún no sepan ni coger un lápiz y los dejará ir cuando
comiencen a hacerse adultos. Yo soy la persona que les enseñará a ellos, como
te enseñó a ti, esas cosas básicas que hoy no valoras en absoluto pero sin las
cuales tú no podrías estudiar jamás tu tan complicada carrera. Yo fui la
persona que te enseñó a leer para que pudieras memorizar esos libros llenos de
leyes en tu carrera de Derecho, la que no dejó de estar contigo hasta que
escribiste tus primeras palabras, esas con las que ahora tomas tus apuntes de
Medicina, esas con las que tú escribiste tu primer libro, esas que te permiten
confesarle tu amor a tu amada. Yo soy la persona que estuvo ahí para
descubrirte lo que era una suma, una resta, una multiplicación y una división, principios
básicos y rudimentarios sin los que ahora serías incapaz de resolver los
problemas de tu Ingeniería. Soy la primera persona que te habló de los cinco
sentidos, de la lluvia, del cuerpo humano; cosas que alguna vez te llamaron
tanto la atención que hoy estudiar Biología, Química o Ciencias Ambientales.
Era yo la persona a la que preguntaste por primera vez quién era el Rey o quién
fue Franco; inquietudes que luego te llenaron lo suficiente como para que hoy
dediques tu vida a la Historia. Fue a mí a la persona que preguntaste cómo se
sostienen los puentes, futuro arquitecto; y la que te llevó a visitar tu primer
museo, ese que te hizo estudiar Historia del Arte o Bellas Artes. Fui yo la que
siempre estuvo detrás de ti, animándote y apoyándote desde el primer día que
llegaste al colegio, llorando y diciendo que odiabas el cole y todo lo que
tenías que estudiar. Fui yo la persona que confió en que llegarías a ser lo que
hoy eres.
Pero no sólo eso. También
fui yo la persona que te enseñó que pegando no se arreglaban las cosas y te
convenció de ello; la que te curó las heridas cuando te caías y te ayudaba a
resolver los problemas con tus amigos cuando no querían hablarte. Fui para ti
psicólogo, enfermero y abogado; la persona en la que confiaste algún que otro
secreto en busca de ayuda, la persona que te felicitaba por el trabajo bien
hecho, la que te borraba con cariño las tareas cuando no estaban limpias para
que aprendieras la importancia de presentar los trabajos en condiciones,; algo
que aún hoy siempre recuerdas aunque no me recuerdes a mí.
Porque esa será siempre mi cruz, que jamás sabré qué ha sido de mi esfuerzo y mi trabajo. El abogado sabe si ganó o perdió el juicio; el médico si salvó o no a su enfermo; el arquitecto puede ver cómo quedó en la realidad lo que había plasmado en un dibujo… Pero yo no. Yo tendré suerte si alguna vez me cruzo con alguno de mis alumnos y me reconoce, pues difícilmente le podré reconocer yo a él una vez sea adulto; y tendré más suerte aún si me saludo o me dice algo; y puedo considerarme la persona más afortunada del mundo si ese alumno me da las gracias por algo que yo le dije o enseñé en algún momento; pero en la mayor parte de las ocasiones no sabré si aquel alumno al que tanto le costó aprender a leer ahora es un Filósofo renombrado; si alguno dejó de estudiar antes de lo necesario, si aquel otro que no se aprendía jamás las tablas de multiplicar ahora escribe libros acerca de química elemental, si alguno formó una familia anticipadamente o si aquel al que se le atravesó el inglés ahora es un magnífico Intérprete en Bruselas. Y, cómo no, casi nunca sabré si alguno de mis alumnos hoy se dedica a enseñar, como hice yo con ellos, valorado por primera vez en su vida lo que yo hice por ellos. Ni siquiera sabré si me recuerdan, si lo hacen con cariño o con rencor, si fui su referente en algún momento de sus vidas, si en algún punto de su camino algo de lo que les dije marcó su vida para siempre…
Y, realmente, no importa
que así sea, porque la sonrisa de cada uno de ellos cada vez que aprendían algo, que hacían algo que pensaban
que jamás iban a lograr, que leían su primera palabra o hacían su primer
trabajo sin ayuda es todo lo que un verdadero maestro necesita. Saber que, de
alguna manera, ha influido en la vida de sus alumnos. Que ha cambiado algo. Que
ha sido el motor para que algo cambiara.
Y todo esto porque un día
decidí olvidarme del prestigio y el honor de carreras como Medicina o Derecho,
o cualquier Ingeniería que tanto estimas hoy; y pese a las críticas, y pese a
saber que jamás nadie valoraría mi esfuerzo ni mi trabajo, ni ninguna matrícula
de honor que pudiera tener; elegí hacer Magisterio para luego dedicarme a enseñar,
a educar, a dar lo mejor de mí a alumnos que, años más tarde, cuando comenzaran
a formarse como profesionales, criticarían la carrera que hizo posible que yo
estuviera allí al principio de todo, cuando nadie quiere aprender, cuando todo
es tan complicado, cuando se establecen las bases de todo lo que vendrá después
aunque nadie lo sepa reconocer jamás.
Y sí, mi carrera fue
sencilla, para qué negarlo. No tuve que estudiar física cuántica, no tuve que
estudiar más de doscientos folios para un examen. No tuve que hacer
complicadísimas cuentas aritméticas ni aprender a la perfección tres idiomas.
No me pasé las tardes encerrada estudiando ni haciendo matemáticas, y sí hice
dibujos, y sí tuve que hacer teatro, y sí me tuve que poner delante de toda la
clase y fingir que era alguien que no era. Sí, tuve que hacer manualidades, y
eso me llevó un tiempo y un esfuerzo que tú hubieras dedicado a llenar tu mente
de datos para olvidar tres días después. Sí, inventé juegos y técnicas para
motivar al alumnado, algo que para ti no es más que echar a volar la
imaginación; y sí, volví a meterme en el papel de un niño de 7 años para tratar
de averiguar cómo pensaba o cómo veía las cosas. Pero es que para enseñarte a
leer o a escribir no necesitaba ningún libro de leyes; para enseñarte a contar,
a sumar o a restar, no necesitaba ninguna ecuación aritmética compleja que
resolver; para enseñarte cómo se convierte el agua en vapor, no necesitaba la
física cuántica que tanto valoras; pero para enseñarte de verdad sí necesitaba
saber cómo pensabas a esa edad y cómo sentías, de qué manera podía llamar tu
atención para que me escucharas, cómo perder la vergüenza de hablar en público
y equivocarme sin miedo; cómo hacer un cerdito con papel de periódico y cola, o
un pulpo con lana de colores, y, sobre todo, cómo enseñarte a hacerlo paso a
paso a ti, con manitas más torpes y muchísima más inquietud por acabarlo. Y cada carrera debe enseñar aquello que va a
ser útil para el oficio al que va dirigido, y nada más.
Aún así, amigo mío, eres
libre de pensar lo que te apetezca y decir lo que te apetezca acerca de este
tema. Es cierto que mi carrera es envidiada por su “sencillez” y mi trabajo por
los días de vacaciones y el horario laboral. Y que todo eso es verdad, ya te lo
he dicho. También es el único oficio del que todo el mundo parece saber tanto o
más que el propio maestro y es libre de opinar y criticar. También es el único
oficio que prácticamente nadie en la sociedad tiene como un trabajo duro y
digno de gran estima. Y es mi oficio, mi trabajo y, sobre todo, mi vocación.
Así que, si quieres pensar que he perdido el tiempo haciendo dibujos, que he
malgastado mi cerebro con esta carrera y que no tengo un trabajo digno de
reconocimiento social, adelante.
Yo volveré, como cada
día, a la sonrisa y las lágrimas de mis alumnos, a sus problemas y sueños, a
sus peleas y sus reconciliaciones; con la única ilusión de que mi esfuerzo les
sirva para algo; y ojalá mañana alguno de ellos, (quien sabe si será, incluso,
tu propio hijo) sea el que discuta con otro, como hoy hago yo contigo, el
verdadero valor de los maestros.
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