jueves, 3 de noviembre de 2016

UN PRÍNCIPE QUE ME PROTEJA

Hace un tiempo las galletas Príncipe están haciendo anuncios que muestran un prototipo, cuanto menos que “diferente” de parejas y personas. El primero que vi que me llamó la atención fue uno en el que el protagonista, (chico), buscaba a su “príncipe” y salía corriendo detrás de él. Hasta ahí, nada que decir. Pero el último que he visto…

Llevo mucho tiempo observando cómo la sociedad está intentando vendernos un prototipo de mujer liberal, poderosa, capaz de todo, independiente… un prototipo de mujer que es casi una súper woman, con tal de que se vea que puede vivir sin un hombre. Porque sí, éste es el punto clave de la cuestión, que la mujer sea libre del hombre. En tiempos como estos, donde la igualdad, desde mi punto de vista, se está buscando dejando en evidencia al hombre, como si necesitáramos quitarles “el trono” para ocuparlo nosotras, no es de extrañar que los anuncios se hicieran eco de todas esas voces femeninas que claman contra los cuentos de hadas y el papel inactivo de la mujer en los mismos y las galletas de chocolate más clásicas no iban a ser menos.

Me refiero al anuncio en el que salen unos niños representando una obra de teatro de príncipes, princesas y dragones. En ella, el chico le dice a ella que la salvará del dragón, pero después de tomarse unas galletas Príncipe, a ella se le ocurre la genial idea de “salvarse a sí misma”, se coloca una armadura en el pecho y cuando el niño se posiciona entre el dragón y ella por segunda vez y le promete salvarla, ella lo aparta y dice “déjalo, ya lo hago yo.”

Supongo que aquí todas las feministas del momento (y entiendo feminista con las mismas connotaciones que machista) estarán aplaudiendo la idea de fomentar en las niñas la idea de que no les hace falta nadie para ser salvadas, y mucho menos un príncipe azul; que ellas solas pueden defenderse y luchar contra cualquier mal y que, de hecho, es lo mejor que pueden hacer.
No quiero decir lo contrario, no seré yo la princesa pasiva que se siente en la torre a esperar a ser salvada por un príncipe al que ni conozco, es más, si de algo me siento feliz y orgullosa es de haber podido aprender a ser independiente, saber que vaya donde vaya, puedo sobrevivir yo sola, que no necesito ni a un hombre ni a una mujer a mi lado para seguir adelante; puedo conducir, cargar cosas, pedir la cuenta en un bar, abrir botellas de vino, preguntar si tengo dudas… me considero una mujer independiente y capaz de valerme por mí misma en caso de que sea necesario.

Pero… ¿es realmente necesario siempre? Es decir, en caso de tener a nuestro lado a alguien que nos eche una mano, ¿de verdad preferimos seguir luchando solas? ¿Es esa la igualdad a la que aspiramos?
Yo, desde luego, no. Desde que somos pequeñas, ya vemos a nuestros padres (ellos), como héroes que nos protegerán de todo mal. Cuando estamos a su lado sentimos que no puede pasarnos nada malo. Mamá es la que nos mima, nos cuida, nos arropa por las noches… pero de la mano de papá sabemos que nadie podrá hacernos daño. Y no creo que sea algo negativo ni machista. ¿De verdad es tan malo que cada sexo tenga un rol en determinados casos? ¿De verdad tenemos que ser tan iguales? Voy más allá, ¿de verdad se puede? Yo estoy segura de que no. Somos sexos diferentes porque tenemos características diferentes y eso es riqueza para la especie humana, no un problema. La igualdad por la que yo abogo parte de tenernos el mismo respeto entre ambos, de tener los mismos derechos, de cobrar los mismos sueldos, de compartir las tareas del hogar y cuidados de los hijos… Pero no de ser iguales porque no lo somos, y las diferencias son evidentes…

En fin, que no estoy de acuerdo con esa nueva visión de las mujeres súper poderosas que pueden con todo y con todos ellas solitas y sin ayuda. Que siempre me ha gustado creer en la existencia de ese príncipe azul que me haga sentir protegida, no porque yo no pueda sola contra los dragones de mi existencia, sino porque, de vez en cuando, ¿a quién no le gusta saber que hay alguien que te va a cuidar, acurrucarse en los brazos de alguien, cerrar los ojos y dejarse llevar?

Quizás ya no se lleve, quizás no sea ya lo normal pero… a mí sí me gusta. Saber que puedo sola, claro, pero que a veces voy a poder no hacerlo yo. Comprender que no es cuestión de no hacer nada si estoy sola, no, pero que si estoy con alguien, puedo delegar y confiar en él. Ir paseando por la calle y sentirme arropada si me da la mano o si pasa su brazo por mis hombros. Dormirme sabiendo que, si me pasa algo, me cuidará, aunque sólo sea con un beso, con una caricia, con una palabra de aliento porque, quizás, no se pueda hacer nada más, porque tal vez con ese “nada más” ya lo está haciendo todo. Y saber, claro está, que yo haré lo mismo cuando él lo necesite, a mi manera, dentro de lo que se pueda siempre.


Así que, si yo fuera la niña de ese cuento, cogería mi espada, claro está, y lucharía codo a codo con el príncipe contra el dragón. Pero después, ¿por qué no? me abrazaría a su cintura y dejaría que, a lo largo del camino de regreso al castillo, fuera él quien espantara al resto de fantasmas que nos acecharan. Aunque sepa que, si él no estuviera, lo haría yo sola sin problemas. Porque yo sí que agradezco esa sensación. Porque yo sí me siento más segura al lado de alguien que sé que lucharían por mí contra dragones y brujos malvados, aunque al llegar a casa y quitarse la capa, tuviera que curar yo sus heridas. Porque yo sí quiero un príncipe que me proteja.

miércoles, 19 de octubre de 2016

HACE TRES AÑOS...

Corría Enero del 2014. Mis pedajodidos vinieron a visitarme a aquella maravillosa casa de San Jose de la Rinconada (Sevilla) y, de paso, a hacer turismo por la capital de Andalucía. Lo recuerdo. Hablábamos de caundo me operara de la vista, apenas un mes más tarde, y de lo contenta que seguro me quedaría. Paseamos por el Guadalquivir, Plaza de España (muy soleada para ser Enero), Parque de María Luisa, Torre del Oro, Giralda y demás fotos que no podían dejarse pasar. Jugamos a ese juego ya mítico cuando quedamos de adivinar quién soy y guardamos algunas perlas interesantes para la posteridad. Pero no estoy escribiendo esto para rememorar aquella visita en sí. Mis Pedajodidos seguro que la recuerdan igual que yo.


Me recuerdo aquella mañana de Domingo, despertándome en el cuarto de cama elevada que hacía las veces del de invitados, contenta pero sin ser feliz del todo, con esa sensación de vacío que me
acompañaba desde hacía unos meses y el temor de haber perdido la oportunidad de llenarlo. WhatApp me había enviado un mensaje de “renovación previo pago”, (seguro que lo recordáis, hubo un tiempo en que ese mensaje se extendió y muchos acabamos pagando por un servicio hasta entonces gratuito). Decidí, recién despierta, hacer el pago “por si acaso”, no era demasiado y, a esas alturas de la vida, ¿quién podría prescindir de esa aplicación verde en el móvil? Me dejaban pagar un año, tres años o cinco años. Y, en un absurdo que hoy me hace sonreír, decidí pagar tres años, pensando qué sería de mi vida la próxima vez que me saltara el mensaje para renovar el servicio, soñando que ya habría encontrado ese gran amor que andaba anhelando, fantaseando con dónde lo iba a conocer o de qué color serían sus ojos.

Sí, hace tres años esperaba que, al saltar ese nuevo aviso, tuviera a alguien especial en mi vida pero, sinceramente, no las tenía todas conmigo. Había llegado a un punto de mi vida, con todos mis conocidos emparejados, en el que no tenía la confianza de poder alcanzar mi futuro soñado. Había estado los años de mi juventud creando una vida que no me hacía feliz y, al destruirse ese falso cuento, me encontraba en una parte del camino donde comenzar de nuevo parecía mucho más difícil.
Así pues, tirada en la cama, retuve ese momento en mi mente y quise pensar que lo recordaría un día de Enero tres años después y deseé, por favor, poder sonreír al hacerlo, sentir que mi vida realmente se había convertido en lo que quería, haber dejado atrás del todo ese vacío y ser, del todo, feliz. Y esa felicidad, se pueda entender o no, requería de un hombre que me amara a mi lado. Un amor como el que siempre imaginé y nunca tuve, un amor sincero, cariñoso, real. Un amor hacia mí, sí, pero también un amor que yo sintiera también hacia la otra persona. Esa locura que describen los libros, esa sinrazón de la que yo misma escribía. Cómo imaginar que aquella persona estuviera tan cerca de mí en aquel entonces ya…

Dormíamos enfrente el uno del otro, aunque aquel fin de semana él no ocupaba sitio en su habitación, había ido a visitar a su chica a la capital. Nos habíamos conocido años atrás, en Magisterio, pero no fue hasta Psicopedagogía que nos conocimos algo más y, sin duda, la convivencia en aquella hermosa casa sevillana había asentado los lazos de aquella antigua amistad. Recuerdo que ese mismo fin de semana, mientras regresábamos de visitar el centro de Sevilla mis queridos Pedajodidos y yo, en aquel grupo de WhatsApp del que él formaba parte junto a otros miembros de una de las familias de corazón que tengo, alguien bromeó acerca de que él hubiera viajado hasta la capital para ver a su novia, que cómo podía ser un detalle así viniendo de él, y yo no pude callarme y le defendí, alegando que era una persona muy amable conmigo, que esa fama de borde que tenía no tenía mucho fundamento. Fue una tontería pero me molestó aquella visión fría y desapegada de él, que me había mostrado, en apenas unos meses, una forma de ser y de sentir que me encantaba. Por supuesto, nada más pensaba yo en aquel entonces, él era mi amigo y nada más.

Pero… No es Enero del 2017 ni falta que hace. Ese aviso de WhatsApp no va a llegar porque la aplicación ahora es, por fin, gratuita para siempre. No, no habrá mensaje pero, a apenas 3 meses del día que se cumpliría mi suscripción al servicio de mensajería instantáneo que ha cambiado la forma de comunicarnos, puedo sonreír a ese día sevillano y sentir que sí, que lo he conseguido, que soy feliz, que he encontrado al gran amor de mi vida y que, curiosamente, ya tenía cara, cuerpo y voz para mí en aquel entonces, aunque ninguno de los dos intuyera siquiera que nuestros caminos se encontrarían un año y poco más tarde. Puedo sentirme orgullosa de la persona en la que me he convertido, de todo lo que he cambiado y aprendido, y saber que he llenado ese vacío y lo he hecho de un modo que jamás pensé. Me he enamorado como nunca, dispuesta a darlo todo, capaz de hacerlo todo; me he sentido amada como nunca, acompañada y protegida, deseada y comprendida. Incluso en los comienzos, con todos mis miedos, con todas mis dudas, que arrastré más allá de lo razonable (de mi pasado me quedó grabado que no debo dar nada ni, menos aún, a nadie por hecho), con toda la inquietud que me causaba, a veces, no tener una certeza absoluta sobre qué éramos, sobre qué sentíamos (o qué sentía él); yo era feliz. Porque, más allá de todas las inseguridades que sé que arrastraré allá donde vaya, secuela de todo lo vivido, sus gestos, sus miradas, el calor de su abrazo en la noche; me confesaban que daba igual lo que dijera o no, que no importaba decir Te quiero, que aquel Te quiero estaba ahí y yo sólo tenía que aprender a creérmelo.

Ahora, con todas las cartas boca arriba, incluso las que ya sabía qué contenían, miro atrás y me encuentro con aquella muchacha de 26 años apenas estrenados tumbada en aquella cama de altura media y color verde, preguntándose a sí misma si en tres años sería, realmente, feliz. Me encuentro con ella y me gustaría decirle que en aquel entonces ya lo era, que deje de preocuparse, que simplemente disfrute lo que le queda por venir porque, efectivamente, tres años más tarde, con muchas más experiencias vividas y, casi sin esperarlo, será feliz. Y, sobre todo, que deje de imaginar a esa príncipe azul sin capa que aparecerá para acompañarla en el cuento de su vida porque está ahí, porque ya tiene cara y nombre, porque, simplemente, tiene que esperar que sea el momento y el lugar adecuados… Pero no puedo contarle nada de eso y, en el fondo, sé que es mejor así. Que parte de la magia radica en no haberlo podido prever, en no haberlo podido ni siquiera intuir. Que si esa mañana no hubiera pensado qué sería de mí en tres años, quizás no me plantearía valorar tanto lo que tengo. Y, sobre todo, sé que no me habría hecho caso jamás.

¿Quién hubiera creído, en aquel entonces, que serías, simplemente, tú? 


lunes, 19 de septiembre de 2016

LA ECUACIÓN PERFECTA

Recuerdo cuando era adolescente. Mis amigos, en su mayor parte (por no decir todos), eran chicos y me llamaban “la princesa de los cuentos de hadas” porque mi mayor sueño era encontrar al gran amor de mi vida y ser “felices para siempre.” En mi ideal del amor reinventé las típicas ecuaciones que se leían por ahí sobre el amor y me quedé con una. AMOR = AMISTAD + DESEO. A partir de ésta, daba explicación también a la amistad (lo que queda si al amor le quitamos el deseo) y al deseo (una especie de amor sin el matiz de la amistad). Por supuesto, era algo simplista y adolescente, pero de algún modo aquella ecuación describía entonces (y siguió haciéndolo años después) el ideal de lo que yo entendía por amor: un amigo al que querías (si bien es cierto que ese cariño era más profundo e intenso que el de la amistad pura y dura) y al que deseabas.

Sin embargo, mis relaciones nunca respondían a este principio, sino al que responden la mayor parte de las relaciones: conoces a un chico, te gusta, empieza un tonteo o lío (según la edad) y, al final, se convierte en tu pareja. Te gusta, le quieres pero… ¿fue tu amigo alguna vez? Realmente no. ¿Pasa algo por ello? Tampoco, lo más probable es que con el paso del tiempo esa persona se convierta en tu amiga también una vez la conozcas a fondo y se convierta en tu confidente más íntimo. Y hablo de relaciones por decir algo, puesto que realmente no he tenido muchas relaciones como tales; yo me enamoraba de algún chico, tenía alguna aventura con él y se acababa; el primer chico que me correspondió mantuvo conmigo una historia de muchos años y después de él sólo se puede decir que tuve una “pequeña” relación con otro chico al que también conocí y me gustó antes de saber quién era realmente (es decir, antes de que fuera mi amigo, no quiero decir que al conocerle fuera mala persona).

Así pues, mi ecuación del amor siempre carecía de cierta amistad previa y pasaba del deseo al amor casi en el mismo paso. O eso creía yo, puesto que con el paso del tiempo pude descubrir que a veces, realmente, moría el deseo y el amor que quedaba no era más que un residuo propio de la costumbre y del haberse hecho a la presencia de esa persona en tu vida…

Hoy, que de nuevo estoy sentada aquí a solas conmigo misma, después de haber pasado un verano perfecto que ha volado casi sin darme cuenta, comenzando de nuevo el curso, habiéndome despedido de ti hace apenas unos minutos para empezar una nueva semana, me ha dado por pensar en esta ecuación que inventé hace años y que jamás pensé que pudiera llegar a encontrar para mí.
En mi anterior relación me conformé con un amor acostumbrado más que real, donde el protagonista fue una persona que empecé a conocer en Febrero y que en Junio ya era mi pareja oficial. No, no fue mi amigo antes que mi pareja y, de hecho, una vez pasada la emoción inicial que, por desgracia, duró muy poco, todo lo que luchamos por conservar fue una amistad que construimos a base de destruirnos a nosotros mismos. Y sí, con el tiempo puedo decir que aquella persona se convirtió en mi amigo, pero nada más. Una persona que me conocía y que convivía conmigo, pero ni el deseo ni el amor había sobrevivido a aquella lucha. Y mi relación se convirtió en una mezcla de AMISTAD + SEXO en la que esta última parte de la ecuación ni siquiera era fruto de un deseo que murió demasiado pronto. Me dejé llevar por la costumbre, por ese dar por hecho las cosas y crear un futuro que casi viene rodado, sin pensar demasiado si era lo que realmente quería o no. Después de ocho años, cómo no pensar que nos casaríamos y tendríamos hijos algún día. Después de tanto tiempo, cómo plantearme siquiera romper con todo y volver a empezar desde 0, si teníamos ya todos los andamiajes puestos para una vida futura en común, fuéramos o no felices en ella. Yo, que siempre había soñado con casarme, me imaginaba ese día con todos los detalles claros pero sólo con cierta desazón, y es que al pensar en el novio no sentía la felicidad que creía debía sentir. Por suerte, algo se coló en aquel camino abocado al fracaso y destrozó aquellos pilares que sostenían una relación que realmente era insostenible.

Aprendí muchas cosas en mi tiempo a solas y seguí aprendiendo en aquel lapso de tiempo que compartí vida con un joven inexperto que quiso regalarme el mundo… sólo que yo no quería su mundo. Me había convertido en una persona independiente y feliz de serlo, así que no me veía con ganas de volver a sumergirme en una relación sólo por costumbre, sólo por dejarme llevar. Durante unos instantes, sentí que realmente mi forma de amar había cambiado y que no volvería a entregarme como yo, la princesa de los cuentos de hadas, entendía que había que hacerlo. Ilusa…

Y es que apareciste tú. Te conocía desde hacía diez años, aunque realmente no supe quién eras hasta aquel año que convivimos y que descubrí la parte más sensible de tu persona, ésa que me enamoró incluso antes de que yo lo supiera. Dimos rienda suelta al deseo una noche perdida de Abril y, de alguna manera, aquella amistad que se tiñó con el deseo acabó desembocando en un amor que, simplemente, dimos por hecho. Y empecé a soñar de nuevo, a entregarme de nuevo, a ser la idiota que lo daría todo por amor y por ti. Pero ya no me sentía mal por ello como me pasaba antes, no sentía que me humillaba o me rebajaba ante ti, porque nada de lo que hacía era en contra de mi orgullo ni de mi felicidad ni de mis principios, porque sentía que cada cosa que hacía por ti tú me la devolvías con creces. No había enfados absurdos, ni discusiones sin sentido. El paso de nuestra amistad, con su confianza y su cariño, al amor, con su intimidad y su pasión, fue sencillo, natural, como si estuviéramos hechos el uno para el otro desde siempre. Volví a verme vestida de blanco, aunque sé que la idea no te ilusiona del todo, y lo más curioso es que me empezó a dar igual todo aquello que pensé imprescindible para ese día: la iglesia, la comida, la música, el coche de caballos, el lugar… Porque lo único que ahora me parece importante es saber que serás tú el que me esperará al final de aquel pasillo. Descubrí que el elemento clave de mi felicidad no eras otro que tú. Al fin y al cabo, ¿cómo no va a ser el protagonista de ese día el novio?

Me has devuelto la fe en un amor que ya no creía posible, declarado o no. No ha habido tiempo de acople, ni asperezas que limar, ni personalidad que ocultar al otro. Ya nos conocíamos, ya sabíamos nuestros puntos fuertes y débiles. Si decidimos embarcarnos en esta aventura fue con todas las cartas boca arriba. Sabíamos qué podíamos esperar y no del otro, conocíamos lo que nos gustaba y lo que no. Pero está claro que lo bueno superó con creces lo menos bueno, porque aquí seguimos.


Y descubro, años más tarde, que era verdad. La amistad y el deseo dan lugar a un amor en calma, real, sin secretos. Un amor que otorga paz, algo que no se valora hasta que se encuentra y te das cuenta de lo importante que es no perderla. Un amor que profundiza más deprisa que el resto porque la base ya está creada. Y descubro que sí, que eres tú, que al mirarte encuentro a mi amigo de antaño fortalecido por un sentimiento más profundo y bañado por un deseo que no muere. Descubro, años más tarde, que aquella yo adolescente tenía razón. Que ésa era, sin duda, la ecuación perfecta. 

miércoles, 1 de junio de 2016

Te odio... porque te amo.

Te odio. Te odio, porque cuando me encontraste yo era una persona totalmente independiente, capaz de vivir a gusto conmigo misma, haciendo siempre lo que me apetecía, con quien y cuando me apetecía. Ahora sólo soy una persona dependiente de ti y de tus gestos, que sonríe absurda si me tocas, si me miras, si me sonríes… Que con un solo mensaje o llamada me alegras el día.

Te odio, porque cuando nuestra historia aún era sólo una amistad yo salía y entraba sin preguntar, y disfrutaba independientemente de quien viniera o no a la cita. Ahora, si tú no estás, todo pierde su sentido. El plan más interesante ya no me atrae si tú no puedes incluirte en él. Sigo haciendo cosas sin ti, claro está, pero… te echo en falta en todas y cada una de ellas.

Te odio porque antes de ti amaba la noche y trasnochar, sin tener prisas en la mañana para despertarme. Nunca era demasiado tarde, nunca era hora de acostarse. Ahora cuento los minutos que quedan para ir a la cama… contigo.

Te odio porque hasta ti una cama solo mía era un regalo. Y cuanto más grande, mejor. Había compartido ese pequeño espacio íntimo muchas veces y nunca me había parecido nada especial. Es más, se me antojaba incómodo. Dormir sola era poder moverme, estirarme y hacer lo que quisiera sin más. Dormir con alguien era tener en cuenta que ya no era solo yo y despertar cada instante preocupada por si mis movimientos eran molestos. Ahora, mi dulce cama se me hace eterna, mida 150 o tan sólo 90 cms. Lo que antes me parecía incómodo ahora es casi una necesidad. Sentir tu abrazo cuando me acuesto, aunque sólo sea unos minutos. Saber que en mitad de la noche nuestras manos se enlazarán casi sin buscarse. Darte la espalda y sentir tu brazo rodeando mi cuerpo. Soñar contigo y despertar… a tu lado. Y si al amanecer tú te marchas, abarco el espacio vacío y me acurruco en un último sueño del que despierto sintiendo que, sin ti, sobran demasiados centímetros.

Te odio porque ese yo que construí durante tantos meses se ha convertido en un nosotros continuo. Porque ya no sólo importa lo que yo quiero, también he de tener en cuenta lo que tú necesites. Y no, no es una obligación, es algo que hago por gusto y, quizás por eso te odio aún más. Has conseguido que sea mi voluntad la tuya propia, tus objetivos los míos, tu felicidad… parte importante de la mía.


Me has cambiado. En esencia sigo siendo yo pero… soy tuya. Es por eso que precisamente te odio tanto. Y es que, quizás, te odio sea la manera más sincera de decir cuánto te amo. 

Sinceramente... me encanta "odiarte."

lunes, 11 de abril de 2016

PODRÍA VIVIR SIN TI... PERO NO QUIERO

Nadie quiere estar solo… Eso dicen Christina Aguilera y Ricky Martin en uno de sus famosos temas. Nadie quiere estar solo. Nadie quiere llorar. Como si fueran dos cosas que estuvieran directamente relacionadas…

Hace unos años la vida me ofreció una oportunidad que hasta entonces no había querido darme a mí misma: la oportunidad de estar sola. Y cuando digo estar sola me refiero, obviamente, a estar sin pareja. Los amigos, la familia… todo eso está siempre ahí, por suerte, aunque a veces no lo apreciemos lo suficiente. Pero el amor… ¡Ay! El amor es tan escurridizo y travieso…

Como bien decía un amigo mío (de regreso al tema), había pasado toda mi vida adolescente de lío en lío, y no porque fuera especialmente libidinosa. Era la misma que ahora, aunque hubo un tiempo en que lo olvidé. Me enamoraba con locura, lo entregaba todo y… casi siempre acababa con el corazón roto. Pero el caso es que mi corazón enseguida encontraba a otra persona de la que enamorarse y por la que volver a repetir el proceso. Hasta que un día, unos brazos me consolaron de un nuevo desamor y… se quedaron a mi lado durante años. Mi corazón, que al principio me confesó que, esta vez, era yo la que no estaba enamorada, se dejó llevar por una situación cómoda en la que, por primera vez en mi vida, alguien me amaba y estaba junto a mí de verdad. Sólo que no lo estaba…

Así, pasados los años, desnudas las verdades y muerto cualquier sentimiento benévolo, aquella historia terminó, tras muchos y agónicos aletazos. 8 años y medio llevaba dando por hecho una vida que se me había hecho pedazos en segundos. Y me quedé, como se diría coloquialmente, sola.
Para alivio de aquel amigo que mencionaba al principio (y también para suerte mía, lo viera o no en aquel momento), no encontré sustituto en mi corazón inmediatamente. Demasiadas heridas, demasiado dolor, demasiadas personas y momentos que olvidar como para estar lista para comenzar de nuevo. Me quedé sola y, en mi soledad, aprendí a valorar de verdad todo aquello que siempre había dicho valorar pero que, realmente, había pasado casi desapercibido en mi vida. En primer lugar, las personas de mi alrededor, mi familia, mis amigos. Esa gente que me regaló gratuitamente su luz en aquellos momentos de oscuridad sin importar la hora o el lugar. En segundo lugar, yo misma. Tuve tiempo para aprender a vivir conmigo misma y nadie más. Tomar mis propias decisiones, hacer mis propias amistades, crear mi propia vida. Me odié y me amé al mismo tiempo con la misma intensidad y, al final, llegué a cierto equilibrio.

Entonces, estar sola dejó de ser una imposición para ser parte de mi vida. Podía hacer y deshacer a mi antojo, elegir en todo momento, no depender de nadie a la hora de salir o entrar, ser feliz sin dar explicaciones de cómo ni por qué. Y entonces, solo entonces, estuve realmente preparada para dejar de estar sola.

La oportunidad se apareció y, sin embargo, yo ya no era la misma de antes. Cosas que antes hubiera tolerado como parte normal de una relación se me antojaban imposibles. Si dejaba atrás mi libertad, ésa que tanto me había costado amar y que era ya indispensable para mí, tendría que ser por algo que realmente mereciera la pena, por algo que me hiciera aún más feliz de lo que ya era. No, mi corazón ya no estaba dispuesto a enamorarse de cualquiera que le mostrara algo de afecto porque ya estaba enamorado, por así decirlo, de mí. Y eso estaba por encima de todo lo demás.

Si mi viejo amigo me leyera le diría que esté tranquilo. Sigo siendo la romántica empedernida de siempre. De hecho, he descubierto el placer que supone estar acompañada de alguien por el que sí puede merecer la pena dejar atrás libertades y espacios propios. Pero, a diferencia de aquellos amores adolescentes, esta vez lo elegí yo. Esta vez no fue la imperiosa necesidad de compartir mi vida con alguien la que me llevó a dejarme querer, esta vez tuve que dejar de lado algo que era importante para mí y lo hice gustosa porque me pareció que podría merecer la pena. Me enamoré, sí, pero porque quise hacerlo y no porque necesitara realmente complicarme la existencia (cuando las cosas dependen de dos, siempre se hacen deliciosamente más complicadas). Me enamoré del mismo modo, dispuesta a entregarlo todo, a ir hasta el fin del mundo por esa persona. Con una sola diferencia: no lo haría a costa de mí.

Y es que, aquellos meses de soledad no lo fueron realmente, porque estuve conmigo misma. Y solo cuando aprendí a ser feliz de esa manera, pude encontrar un amor fuerte y real, un amor por el que decidiera luchar porque realmente creo que merece la pena, que puede aportar felicidad a mi existencia, ya de por sí completa. No me falta el aire si no está, pero se torna más espeso. No me muero si se marcha, aunque me marchito. No me pierdo sin su voz, aunque el mapa se desdibuja.

No le necesito para seguir adelante, pero su mano hace el camino más ameno.

Descubrí, en mis meses de soledad, que el verdadero amor nace porque sí, tan solo para complicar algo más las cosas, y no por la triste necesidad de estar acompañado. Amar por elección y no por necesidad.

Y es que no hay mejor declaración de amor que esta: “Podría vivir sin ti… pero no quiero.”


lunes, 4 de abril de 2016

SOBRA ESPACIO...

Cierro los ojos, acurrucada entre mis suaves y cálidas camas. En el filo de la cama, me acurruco sobre mí misma, como si fuera un bebé aún en el vientre de su madre. Siempre he dormido así. En un momento dado, mi espalda se incomoda, recordándome que hace muchos años que ya no soy un bebé. Me doy la vuelta. Y entonces, casi instintivamente, tiendo una mano a ese otro espacio de la cama que hasta ahora me parecía inocente y que ahora, al notarlo vacío, me recuerda a ti y a tu ausencia.

Qué curiosa la vida. Desde que comencé a compartir cama con otras personas (para ser más precisos, habría que decir que comencé a compartir cama con otra persona y así seguí durante muchos, muchos años…) me pareció una manera absurda e incómoda de dormir. Ya ves, cuando dormir debería ser el acto más cómodo y relajado del mundo. Al principio  pensé que era por las circunstancias, porque siempre compartía camas de 90 y, en ellas, el espacio es más que reducido. Pero luego compartí camas más grandes, de 135, de 150… y la sensación seguía siendo la misma.

La persona con la que compartía mi espacio vital en el momento más íntimo del día, cuando me dejo vencer por el sueño y soy, quiera o no, yo misma, no era, aparentemente, el problema. Al igual que yo, parecía rehuir de abrazos y contactos innecesarios en la noche. La cama era para dormir, y para ello no necesitábamos estar el uno junto al otro. No niego que en algún momento me pregunté cómo sería dormir como en las películas, unidos sin buscar nada más que el puro contacto corporal, pero di por hecho que sería aún más incómodo. Yo necesitaba seguir durmiendo como siempre, acurrucada en mí, en posición fetal, sin nadie que interrumpiera mi sueño. Tenía muy claro en aquel entonces que cuando fuera mayor, tuviera mi casa y compartiera habitación con mi novio o mi marido, compraría una cama King size, de 180 o, en su defecto, dos camas de 90 para tener cada uno nuestro propio espacio. Me parecía práctico, cómodo, perfecto. No veía lagunas por ninguna parte. Me daba igual que los demás me dijeron que era algo frío, que no veían el romanticismo por ninguna parte, que vaya manera más poco cariñosa de ver las cosas. Para hacer el amor no hacía falta compartir cama y, para dormir, me parecía mucho mejor mi idea que cualquier otra. Si cuando estamos solteros buscamos y anhelamos dormir en camas grandes para nosotros solos ¿por qué conformarnos con apenas 80 cm de cama cuando estamos en pareja? En aquel entonces ya vivía con aquella persona que compartió conmigo muchos años de mi vida y ambos dormíamos en camas unidas pero independientes. Y no, jamás ninguno de los dos invadió ni necesitó invadir la cama del otro para absolutamente nada.
Pasaron seis años y no compartí cama con nadie más, como era lógico. Pero el destino fue travieso y me presentó a otra persona, alguien con quien jamás pensé compartir más que una sincera amistad y en cuyos brazos me enredé más de lo necesario. La primera noche que compartí cama con él, caprichos del destino, en aquellas dos camas que eran de mi pareja y mía, descubrí que no estaba tan mal eso de compartir espacios. Me arrastró hacia una de las dos camas, en la que él se había tumbado, y apenas me dejó escapar a la mía unos instantes. Me abrazó y me dejé llevar por el cariño que tanto anhelaba, pero tardé mucho en conciliar el sueño. Aún sin estar abrazada a él, dormida ya, me desperté a menudo a lo largo de la noche, cada vez que quería darme la vuelta o que nuestros cuerpos se rozaban. Recuerdo que, hablando con un amigo de todo aquel tema, le confesé que me gustaba aquel abrazo nocturno pero que, a la vez, me incomodaba. No podía dormir a gusto hasta que él se dormía y, de alguna manera, me “soltaba.” Di por hecho que era parte de mi forma de ser y que, realmente, prefería dormir a solas. Compartí alguna que otra noche más cama con aquel amor prohibido y, aunque era agradable, porque en sus brazos encontraba un amor que no hallaba hacía tiempo en los otros, agradecía enormemente que, cuando se dormía, yo pudiera darme la vuelta y volver a dormir a solas conmigo misma, aunque sintiera cerca de mí su respiración. Me dio por pensar qué sería de mí cuando tuviera que dormir cada noche con alguien y madrugar para ir a trabajar al día siguiente. Las noches en compañía eran hermosas, sí, pero desde luego, no para descansar.

Luego, rompí con mi amante y, algo más tarde, con mi pareja. Viviendo en Sevilla, mi cama de 150 era un lujo y no, no se me antojaba grande en absoluto. Seguía durmiendo como siempre, acurrucada en el borde de la cama, peleándome con mi perrilla cuando quería darme la vuelta y ella estaba apoyada en mi espalda, pero sin echar de menos nada más. Estaba soltera pero acostarme a solas por la noche era, desde luego, lo que menos me pesaba de mi soltería.

Algunos meses más tarde, volví a compartir cama, la mayor parte de las ocasiones, tan sólo, por no salir corriendo después de acostarme con aquel nuevo amante que me ofreció la vida. Aguantaba lo que podía cerca de su cuerpo pero, en cuanto notaba que su respiración se relajaba, me daba la vuelta y me alejaba de él. Buscaba mi espacio, lo necesitaba para dormir relativamente bien. Aún así, seguía despertándome a poco que notara la presencia de otro a mi lado. No, dormir con alguien seguía sin ser algo prioritario para mí. Recuerdo cómo a él sí parecía hacerle ilusión, cómo me decía muchas veces: “Quédate, anda…” y cómo yo era consciente de que realmente él quería que me quedara a dormir, que no buscaba nada más que eso, dormir; y no entendía qué tenía de especial todo aquello. La historia, obviamente, terminó, aunque jamás le di importancia al hecho de que para mí dormir con alguien no fuera especial.

Pero entonces, llegó él… No voy a inventar una historia perfecta, creo que la primera noche que dormí con él fue una de las peores noches que he compartido cama de mi vida. No es que pasara nada malo, es por lo que yo quise interpretar o por lo que, de alguna manera, descubrí. Nos acostamos juntos como amigos que comparten algo más y luego… él hizo exactamente lo mismo que yo, se dio la vuelta y, de espaldas, nos dormimos. Hasta ahí, todo perfecto para mí, ¿acaso no me gustaba dormir sola? Pero cuando se levantó y se marchó con un simple: hasta luego, me sentí extraña. No sé qué esperaba, era un amigo que se marchaba, nada más. Supongo que, en el fondo, nunca fui mujer de una sola noche, aunque me empeñara en decir que podía serlo.

Quiso la suerte o el destino, que ya tenía todo planeado, darnos otra oportunidad. Aquella noche, acurrucados en una cama de 90, intuí que dormiría fatal, como siempre que mi espacio se reducía tanto y, sin embargo… Con su brazo sobre mi cuerpo, cerré los ojos y me dormí, como si aquel fuera el lugar que la vida tenía reservado para que yo durmiera segura.
Ha pasado mucho tiempo desde aquello, casi un año ya. Nos hemos ido adaptando el uno al otro, amoldando poco a poco, perdiendo por el camino los lastres de la timidez y la vergüenza para dejar espacio a cosas más importantes. Y, por primera vez en mi vida, tengo ganas de estar en la cama con alguien en el sentido más inocente de la palabra. Dormir con él es… dormir. Me acuesto a su lado, de frente a él. Siempre me acoge y me acerca a su cuerpo. Busco el espacio perfecto para mi cabeza, un poco por debajo de la suya, sintiendo en mi frente su respiración. El calor de la misma, que siempre me pareció algo prescindible cuando duermes con alguien, se me antoja perfecto, un modo más de saber que está ahí, a mi lado. No es una posición eterna. Hay noches que caemos dormidos así, otras que no. En algún momento, él se da la vuelta y soy yo la que lo cubre con mi brazo. Al final, nos damos la espalda, no vamos a estar todo el tiempo igual. Pero sé que, tarde o temprano, él girará y me abrazará, y yo responderé a su gesto apretando su mano contra mi pecho. O quizás sea yo la que se gira, le dé un beso en la espalda y siga durmiendo, sin importarme no poder estirar el brazo porque haya un cuerpo más allá del mío. Puede que ambos nos demos la vuelta y de nuevo me abrace, acercándome a él. O, tal vez, coincidamos tan solo de paso en alguno de nuestros giros y, casi por instinto, nuestras manos se enreden entre ambos y se queden así, aunque uno de los dos dé la espalda al otro, aunque sea la única parte de nuestro cuerpo que siga en contacto con el del otro.
Y me paso las noches solitarias esperando que lleguen las noches a su lado. Ya no me despierto mil veces a lo largo de la noche por compartir cama con alguien, y cuando me despierto y él no está, lo echo en falta. He descubierto que los demás tenían razón, que dormir en camas separadas o demasiado grandes es frío, poco romántico, inusual. Me he dado cuenta de que, si el corazón late al compás de otro, los cuerpos descansan juntos en armonía y paz, quizás porque sea lo natural, quizás porque, en parte, sean uno solo. Y que no hay nada mejor en este mundo que compartir cualquier espacio de cama con la persona adecuada.

Ya no me falta espacio, no, me sobra. Me sobra espacio en una cama vacía en la que siempre te añoro. Me sobran 10, 20, 130 centímetros. Me sobra la cama entera. Y es que quizás la cama dejó de ser lo importante. Y es que quizás ya no quiero dormir en ella, sólo quiero dormir… junto a ti.