Corría Enero del 2014. Mis pedajodidos vinieron a visitarme
a aquella maravillosa casa de San Jose de la Rinconada (Sevilla) y, de paso, a
hacer turismo por la capital de Andalucía. Lo recuerdo. Hablábamos de caundo me
operara de la vista, apenas un mes más tarde, y de lo contenta que seguro me
quedaría. Paseamos por el Guadalquivir, Plaza de España (muy soleada para ser
Enero), Parque de María Luisa, Torre del Oro, Giralda y demás fotos que no
podían dejarse pasar. Jugamos a ese juego ya mítico cuando quedamos de adivinar
quién soy y guardamos algunas perlas interesantes para la posteridad. Pero no
estoy escribiendo esto para rememorar aquella visita en sí. Mis Pedajodidos
seguro que la recuerdan igual que yo.
Me recuerdo aquella mañana de Domingo, despertándome en el cuarto de cama elevada que hacía las veces del de invitados, contenta pero sin ser feliz del todo, con esa sensación de vacío que me
acompañaba desde hacía unos meses y el temor de haber perdido la oportunidad de llenarlo. WhatApp me había enviado un mensaje de “renovación previo pago”, (seguro que lo recordáis, hubo un tiempo en que ese mensaje se extendió y muchos acabamos pagando por un servicio hasta entonces gratuito). Decidí, recién despierta, hacer el pago “por si acaso”, no era demasiado y, a esas alturas de la vida, ¿quién podría prescindir de esa aplicación verde en el móvil? Me dejaban pagar un año, tres años o cinco años. Y, en un absurdo que hoy me hace sonreír, decidí pagar tres años, pensando qué sería de mi vida la próxima vez que me saltara el mensaje para renovar el servicio, soñando que ya habría encontrado ese gran amor que andaba anhelando, fantaseando con dónde lo iba a conocer o de qué color serían sus ojos.
Sí, hace tres años esperaba que, al saltar ese nuevo aviso,
tuviera a alguien especial en mi vida pero, sinceramente, no las tenía todas
conmigo. Había llegado a un punto de mi vida, con todos mis conocidos
emparejados, en el que no tenía la confianza de poder alcanzar mi futuro
soñado. Había estado los años de mi juventud creando una vida que no me hacía
feliz y, al destruirse ese falso cuento, me encontraba en una parte del camino
donde comenzar de nuevo parecía mucho más difícil.
Así pues, tirada en la cama, retuve ese momento en mi mente
y quise pensar que lo recordaría un día de Enero tres años después y deseé, por
favor, poder sonreír al hacerlo, sentir que mi vida realmente se había
convertido en lo que quería, haber dejado atrás del todo ese vacío y ser, del
todo, feliz. Y esa felicidad, se pueda entender o no, requería de un hombre que
me amara a mi lado. Un amor como el que siempre imaginé y nunca tuve, un amor
sincero, cariñoso, real. Un amor hacia mí, sí, pero también un amor que yo
sintiera también hacia la otra persona. Esa locura que describen los libros, esa
sinrazón de la que yo misma escribía. Cómo imaginar que aquella persona
estuviera tan cerca de mí en aquel entonces ya…
Dormíamos enfrente el uno del otro, aunque aquel fin de
semana él no ocupaba sitio en su habitación, había ido a visitar a su chica a
la capital. Nos habíamos conocido años atrás, en Magisterio, pero no fue hasta
Psicopedagogía que nos conocimos algo más y, sin duda, la convivencia en
aquella hermosa casa sevillana había asentado los lazos de aquella antigua
amistad. Recuerdo que ese mismo fin de semana, mientras regresábamos de visitar
el centro de Sevilla mis queridos Pedajodidos y yo, en aquel grupo de WhatsApp
del que él formaba parte junto a otros miembros de una de las familias de
corazón que tengo, alguien bromeó acerca de que él hubiera viajado hasta la
capital para ver a su novia, que cómo podía ser un detalle así viniendo de él,
y yo no pude callarme y le defendí, alegando que era una persona muy amable
conmigo, que esa fama de borde que tenía no tenía mucho fundamento. Fue una tontería
pero me molestó aquella visión fría y desapegada de él, que me había mostrado,
en apenas unos meses, una forma de ser y de sentir que me encantaba. Por
supuesto, nada más pensaba yo en aquel entonces, él era mi amigo y nada más.
Pero… No es Enero del 2017 ni falta que hace. Ese aviso de
WhatsApp no va a llegar porque la aplicación ahora es, por fin, gratuita para
siempre. No, no habrá mensaje pero, a apenas 3 meses del día que se cumpliría
mi suscripción al servicio de mensajería instantáneo que ha cambiado la forma
de comunicarnos, puedo sonreír a ese día sevillano y sentir que sí, que lo he
conseguido, que soy feliz, que he encontrado al gran amor de mi vida y que,
curiosamente, ya tenía cara, cuerpo y voz para mí en aquel entonces, aunque
ninguno de los dos intuyera siquiera que nuestros caminos se encontrarían un
año y poco más tarde. Puedo sentirme orgullosa de la persona en la que me he
convertido, de todo lo que he cambiado y aprendido, y saber que he llenado ese
vacío y lo he hecho de un modo que jamás pensé. Me he enamorado como nunca,
dispuesta a darlo todo, capaz de hacerlo todo; me he sentido amada como nunca,
acompañada y protegida, deseada y comprendida. Incluso en los comienzos, con
todos mis miedos, con todas mis dudas, que arrastré más allá de lo razonable
(de mi pasado me quedó grabado que no debo dar nada ni, menos aún, a nadie por
hecho), con toda la inquietud que me causaba, a veces, no tener una certeza
absoluta sobre qué éramos, sobre qué sentíamos (o qué sentía él); yo era feliz.
Porque, más allá de todas las inseguridades que sé que arrastraré allá donde
vaya, secuela de todo lo vivido, sus gestos, sus miradas, el calor de su abrazo
en la noche; me confesaban que daba igual lo que dijera o no, que no importaba
decir Te quiero, que aquel Te quiero estaba ahí y yo sólo tenía que aprender a
creérmelo.
Ahora, con todas las cartas boca arriba, incluso las que ya
sabía qué contenían, miro atrás y me encuentro con aquella muchacha de 26 años
apenas estrenados tumbada en aquella cama de altura media y color verde,
preguntándose a sí misma si en tres años sería, realmente, feliz. Me encuentro
con ella y me gustaría decirle que en aquel entonces ya lo era, que deje de
preocuparse, que simplemente disfrute lo que le queda por venir porque,
efectivamente, tres años más tarde, con muchas más experiencias vividas y, casi
sin esperarlo, será feliz. Y, sobre todo, que deje de imaginar a esa príncipe
azul sin capa que aparecerá para acompañarla en el cuento de su vida porque
está ahí, porque ya tiene cara y nombre, porque, simplemente, tiene que esperar
que sea el momento y el lugar adecuados… Pero no puedo contarle nada de eso y,
en el fondo, sé que es mejor así. Que parte de la magia radica en no haberlo
podido prever, en no haberlo podido ni siquiera intuir. Que si esa mañana no
hubiera pensado qué sería de mí en tres años, quizás no me plantearía valorar
tanto lo que tengo. Y, sobre todo, sé que no me habría hecho caso jamás.
¿Quién hubiera creído, en aquel entonces, que serías,
simplemente, tú?
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