miércoles, 19 de octubre de 2016

HACE TRES AÑOS...

Corría Enero del 2014. Mis pedajodidos vinieron a visitarme a aquella maravillosa casa de San Jose de la Rinconada (Sevilla) y, de paso, a hacer turismo por la capital de Andalucía. Lo recuerdo. Hablábamos de caundo me operara de la vista, apenas un mes más tarde, y de lo contenta que seguro me quedaría. Paseamos por el Guadalquivir, Plaza de España (muy soleada para ser Enero), Parque de María Luisa, Torre del Oro, Giralda y demás fotos que no podían dejarse pasar. Jugamos a ese juego ya mítico cuando quedamos de adivinar quién soy y guardamos algunas perlas interesantes para la posteridad. Pero no estoy escribiendo esto para rememorar aquella visita en sí. Mis Pedajodidos seguro que la recuerdan igual que yo.


Me recuerdo aquella mañana de Domingo, despertándome en el cuarto de cama elevada que hacía las veces del de invitados, contenta pero sin ser feliz del todo, con esa sensación de vacío que me
acompañaba desde hacía unos meses y el temor de haber perdido la oportunidad de llenarlo. WhatApp me había enviado un mensaje de “renovación previo pago”, (seguro que lo recordáis, hubo un tiempo en que ese mensaje se extendió y muchos acabamos pagando por un servicio hasta entonces gratuito). Decidí, recién despierta, hacer el pago “por si acaso”, no era demasiado y, a esas alturas de la vida, ¿quién podría prescindir de esa aplicación verde en el móvil? Me dejaban pagar un año, tres años o cinco años. Y, en un absurdo que hoy me hace sonreír, decidí pagar tres años, pensando qué sería de mi vida la próxima vez que me saltara el mensaje para renovar el servicio, soñando que ya habría encontrado ese gran amor que andaba anhelando, fantaseando con dónde lo iba a conocer o de qué color serían sus ojos.

Sí, hace tres años esperaba que, al saltar ese nuevo aviso, tuviera a alguien especial en mi vida pero, sinceramente, no las tenía todas conmigo. Había llegado a un punto de mi vida, con todos mis conocidos emparejados, en el que no tenía la confianza de poder alcanzar mi futuro soñado. Había estado los años de mi juventud creando una vida que no me hacía feliz y, al destruirse ese falso cuento, me encontraba en una parte del camino donde comenzar de nuevo parecía mucho más difícil.
Así pues, tirada en la cama, retuve ese momento en mi mente y quise pensar que lo recordaría un día de Enero tres años después y deseé, por favor, poder sonreír al hacerlo, sentir que mi vida realmente se había convertido en lo que quería, haber dejado atrás del todo ese vacío y ser, del todo, feliz. Y esa felicidad, se pueda entender o no, requería de un hombre que me amara a mi lado. Un amor como el que siempre imaginé y nunca tuve, un amor sincero, cariñoso, real. Un amor hacia mí, sí, pero también un amor que yo sintiera también hacia la otra persona. Esa locura que describen los libros, esa sinrazón de la que yo misma escribía. Cómo imaginar que aquella persona estuviera tan cerca de mí en aquel entonces ya…

Dormíamos enfrente el uno del otro, aunque aquel fin de semana él no ocupaba sitio en su habitación, había ido a visitar a su chica a la capital. Nos habíamos conocido años atrás, en Magisterio, pero no fue hasta Psicopedagogía que nos conocimos algo más y, sin duda, la convivencia en aquella hermosa casa sevillana había asentado los lazos de aquella antigua amistad. Recuerdo que ese mismo fin de semana, mientras regresábamos de visitar el centro de Sevilla mis queridos Pedajodidos y yo, en aquel grupo de WhatsApp del que él formaba parte junto a otros miembros de una de las familias de corazón que tengo, alguien bromeó acerca de que él hubiera viajado hasta la capital para ver a su novia, que cómo podía ser un detalle así viniendo de él, y yo no pude callarme y le defendí, alegando que era una persona muy amable conmigo, que esa fama de borde que tenía no tenía mucho fundamento. Fue una tontería pero me molestó aquella visión fría y desapegada de él, que me había mostrado, en apenas unos meses, una forma de ser y de sentir que me encantaba. Por supuesto, nada más pensaba yo en aquel entonces, él era mi amigo y nada más.

Pero… No es Enero del 2017 ni falta que hace. Ese aviso de WhatsApp no va a llegar porque la aplicación ahora es, por fin, gratuita para siempre. No, no habrá mensaje pero, a apenas 3 meses del día que se cumpliría mi suscripción al servicio de mensajería instantáneo que ha cambiado la forma de comunicarnos, puedo sonreír a ese día sevillano y sentir que sí, que lo he conseguido, que soy feliz, que he encontrado al gran amor de mi vida y que, curiosamente, ya tenía cara, cuerpo y voz para mí en aquel entonces, aunque ninguno de los dos intuyera siquiera que nuestros caminos se encontrarían un año y poco más tarde. Puedo sentirme orgullosa de la persona en la que me he convertido, de todo lo que he cambiado y aprendido, y saber que he llenado ese vacío y lo he hecho de un modo que jamás pensé. Me he enamorado como nunca, dispuesta a darlo todo, capaz de hacerlo todo; me he sentido amada como nunca, acompañada y protegida, deseada y comprendida. Incluso en los comienzos, con todos mis miedos, con todas mis dudas, que arrastré más allá de lo razonable (de mi pasado me quedó grabado que no debo dar nada ni, menos aún, a nadie por hecho), con toda la inquietud que me causaba, a veces, no tener una certeza absoluta sobre qué éramos, sobre qué sentíamos (o qué sentía él); yo era feliz. Porque, más allá de todas las inseguridades que sé que arrastraré allá donde vaya, secuela de todo lo vivido, sus gestos, sus miradas, el calor de su abrazo en la noche; me confesaban que daba igual lo que dijera o no, que no importaba decir Te quiero, que aquel Te quiero estaba ahí y yo sólo tenía que aprender a creérmelo.

Ahora, con todas las cartas boca arriba, incluso las que ya sabía qué contenían, miro atrás y me encuentro con aquella muchacha de 26 años apenas estrenados tumbada en aquella cama de altura media y color verde, preguntándose a sí misma si en tres años sería, realmente, feliz. Me encuentro con ella y me gustaría decirle que en aquel entonces ya lo era, que deje de preocuparse, que simplemente disfrute lo que le queda por venir porque, efectivamente, tres años más tarde, con muchas más experiencias vividas y, casi sin esperarlo, será feliz. Y, sobre todo, que deje de imaginar a esa príncipe azul sin capa que aparecerá para acompañarla en el cuento de su vida porque está ahí, porque ya tiene cara y nombre, porque, simplemente, tiene que esperar que sea el momento y el lugar adecuados… Pero no puedo contarle nada de eso y, en el fondo, sé que es mejor así. Que parte de la magia radica en no haberlo podido prever, en no haberlo podido ni siquiera intuir. Que si esa mañana no hubiera pensado qué sería de mí en tres años, quizás no me plantearía valorar tanto lo que tengo. Y, sobre todo, sé que no me habría hecho caso jamás.

¿Quién hubiera creído, en aquel entonces, que serías, simplemente, tú?