
Sin embargo, mis relaciones nunca respondían a este
principio, sino al que responden la mayor parte de las relaciones: conoces a un
chico, te gusta, empieza un tonteo o lío (según la edad) y, al final, se
convierte en tu pareja. Te gusta, le quieres pero… ¿fue tu amigo alguna vez?
Realmente no. ¿Pasa algo por ello? Tampoco, lo más probable es que con el paso
del tiempo esa persona se convierta en tu amiga también una vez la conozcas a
fondo y se convierta en tu confidente más íntimo. Y hablo de relaciones por
decir algo, puesto que realmente no he tenido muchas relaciones como tales; yo
me enamoraba de algún chico, tenía alguna aventura con él y se acababa; el
primer chico que me correspondió mantuvo conmigo una historia de muchos años y
después de él sólo se puede decir que tuve una “pequeña” relación con otro
chico al que también conocí y me gustó antes de saber quién era realmente (es
decir, antes de que fuera mi amigo, no quiero decir que al conocerle fuera mala
persona).
Así pues, mi ecuación del amor siempre carecía de cierta
amistad previa y pasaba del deseo al amor casi en el mismo paso. O eso creía
yo, puesto que con el paso del tiempo pude descubrir que a veces, realmente,
moría el deseo y el amor que quedaba no era más que un residuo propio de la
costumbre y del haberse hecho a la presencia de esa persona en tu vida…

En mi anterior relación me conformé con un amor acostumbrado
más que real, donde el protagonista fue una persona que empecé a conocer en
Febrero y que en Junio ya era mi pareja oficial. No, no fue mi amigo antes que
mi pareja y, de hecho, una vez pasada la emoción inicial que, por desgracia,
duró muy poco, todo lo que luchamos por conservar fue una amistad que
construimos a base de destruirnos a nosotros mismos. Y sí, con el tiempo puedo
decir que aquella persona se convirtió en mi amigo, pero nada más. Una persona
que me conocía y que convivía conmigo, pero ni el deseo ni el amor había
sobrevivido a aquella lucha. Y mi relación se convirtió en una mezcla de
AMISTAD + SEXO en la que esta última parte de la ecuación ni siquiera era fruto
de un deseo que murió demasiado pronto. Me dejé llevar por la costumbre, por
ese dar por hecho las cosas y crear un futuro que casi viene rodado, sin pensar
demasiado si era lo que realmente quería o no. Después de ocho años, cómo no
pensar que nos casaríamos y tendríamos hijos algún día. Después de tanto
tiempo, cómo plantearme siquiera romper con todo y volver a empezar desde 0, si
teníamos ya todos los andamiajes puestos para una vida futura en común,
fuéramos o no felices en ella. Yo, que siempre había soñado con casarme, me
imaginaba ese día con todos los detalles claros pero sólo con cierta desazón, y
es que al pensar en el novio no sentía la felicidad que creía debía sentir. Por
suerte, algo se coló en aquel camino abocado al fracaso y destrozó aquellos
pilares que sostenían una relación que realmente era insostenible.
Aprendí muchas cosas en mi tiempo a solas y seguí
aprendiendo en aquel lapso de tiempo que compartí vida con un joven inexperto
que quiso regalarme el mundo… sólo que yo no quería su mundo. Me había
convertido en una persona independiente y feliz de serlo, así que no me veía
con ganas de volver a sumergirme en una relación sólo por costumbre, sólo por
dejarme llevar. Durante unos instantes, sentí que realmente mi forma de amar
había cambiado y que no volvería a entregarme como yo, la princesa de los
cuentos de hadas, entendía que había que hacerlo. Ilusa…


Y descubro, años más tarde, que era verdad. La amistad y el
deseo dan lugar a un amor en calma, real, sin secretos. Un amor que otorga paz, algo que no se valora hasta que se encuentra y te das cuenta de lo importante que es no perderla. Un amor que profundiza
más deprisa que el resto porque la base ya está creada. Y descubro que sí, que
eres tú, que al mirarte encuentro a mi amigo de antaño fortalecido por un
sentimiento más profundo y bañado por un deseo que no muere. Descubro, años más
tarde, que aquella yo adolescente tenía razón. Que ésa era, sin duda, la
ecuación perfecta.