Recuerdo cuando era adolescente. Mis amigos, en su mayor
parte (por no decir todos), eran chicos y me llamaban “la princesa de los
cuentos de hadas” porque mi mayor sueño era encontrar al gran amor de mi vida y
ser “felices para siempre.” En mi ideal del amor reinventé las típicas
ecuaciones que se leían por ahí sobre el amor y me quedé con una. AMOR =
AMISTAD + DESEO. A partir de ésta, daba explicación también a la amistad (lo
que queda si al amor le quitamos el deseo) y al deseo (una especie de amor sin
el matiz de la amistad). Por supuesto, era algo simplista y adolescente, pero
de algún modo aquella ecuación describía entonces (y siguió haciéndolo años
después) el ideal de lo que yo entendía por amor: un amigo al que querías (si
bien es cierto que ese cariño era más profundo e intenso que el de la amistad
pura y dura) y al que deseabas.
Sin embargo, mis relaciones nunca respondían a este
principio, sino al que responden la mayor parte de las relaciones: conoces a un
chico, te gusta, empieza un tonteo o lío (según la edad) y, al final, se
convierte en tu pareja. Te gusta, le quieres pero… ¿fue tu amigo alguna vez?
Realmente no. ¿Pasa algo por ello? Tampoco, lo más probable es que con el paso
del tiempo esa persona se convierta en tu amiga también una vez la conozcas a
fondo y se convierta en tu confidente más íntimo. Y hablo de relaciones por
decir algo, puesto que realmente no he tenido muchas relaciones como tales; yo
me enamoraba de algún chico, tenía alguna aventura con él y se acababa; el
primer chico que me correspondió mantuvo conmigo una historia de muchos años y
después de él sólo se puede decir que tuve una “pequeña” relación con otro
chico al que también conocí y me gustó antes de saber quién era realmente (es
decir, antes de que fuera mi amigo, no quiero decir que al conocerle fuera mala
persona).
Así pues, mi ecuación del amor siempre carecía de cierta
amistad previa y pasaba del deseo al amor casi en el mismo paso. O eso creía
yo, puesto que con el paso del tiempo pude descubrir que a veces, realmente,
moría el deseo y el amor que quedaba no era más que un residuo propio de la
costumbre y del haberse hecho a la presencia de esa persona en tu vida…
Hoy, que de nuevo estoy sentada aquí a solas conmigo misma,
después de haber pasado un verano perfecto que ha volado casi sin darme cuenta,
comenzando de nuevo el curso, habiéndome despedido de ti hace apenas unos
minutos para empezar una nueva semana, me ha dado por pensar en esta ecuación
que inventé hace años y que jamás pensé que pudiera llegar a encontrar para mí.
En mi anterior relación me conformé con un amor acostumbrado
más que real, donde el protagonista fue una persona que empecé a conocer en
Febrero y que en Junio ya era mi pareja oficial. No, no fue mi amigo antes que
mi pareja y, de hecho, una vez pasada la emoción inicial que, por desgracia,
duró muy poco, todo lo que luchamos por conservar fue una amistad que
construimos a base de destruirnos a nosotros mismos. Y sí, con el tiempo puedo
decir que aquella persona se convirtió en mi amigo, pero nada más. Una persona
que me conocía y que convivía conmigo, pero ni el deseo ni el amor había
sobrevivido a aquella lucha. Y mi relación se convirtió en una mezcla de
AMISTAD + SEXO en la que esta última parte de la ecuación ni siquiera era fruto
de un deseo que murió demasiado pronto. Me dejé llevar por la costumbre, por
ese dar por hecho las cosas y crear un futuro que casi viene rodado, sin pensar
demasiado si era lo que realmente quería o no. Después de ocho años, cómo no
pensar que nos casaríamos y tendríamos hijos algún día. Después de tanto
tiempo, cómo plantearme siquiera romper con todo y volver a empezar desde 0, si
teníamos ya todos los andamiajes puestos para una vida futura en común,
fuéramos o no felices en ella. Yo, que siempre había soñado con casarme, me
imaginaba ese día con todos los detalles claros pero sólo con cierta desazón, y
es que al pensar en el novio no sentía la felicidad que creía debía sentir. Por
suerte, algo se coló en aquel camino abocado al fracaso y destrozó aquellos
pilares que sostenían una relación que realmente era insostenible.
Aprendí muchas cosas en mi tiempo a solas y seguí
aprendiendo en aquel lapso de tiempo que compartí vida con un joven inexperto
que quiso regalarme el mundo… sólo que yo no quería su mundo. Me había
convertido en una persona independiente y feliz de serlo, así que no me veía
con ganas de volver a sumergirme en una relación sólo por costumbre, sólo por
dejarme llevar. Durante unos instantes, sentí que realmente mi forma de amar
había cambiado y que no volvería a entregarme como yo, la princesa de los
cuentos de hadas, entendía que había que hacerlo. Ilusa…
Y es que apareciste tú. Te conocía desde hacía diez años,
aunque realmente no supe quién eras hasta aquel año que convivimos y que
descubrí la parte más sensible de tu persona, ésa que me enamoró incluso antes
de que yo lo supiera. Dimos rienda suelta al deseo una noche perdida de Abril
y, de alguna manera, aquella amistad que se tiñó con el deseo acabó
desembocando en un amor que, simplemente, dimos por hecho. Y empecé a soñar de
nuevo, a entregarme de nuevo, a ser la idiota que lo daría todo por amor y por
ti. Pero ya no me sentía mal por ello como me pasaba antes, no sentía que me
humillaba o me rebajaba ante ti, porque nada de lo que hacía era en contra de
mi orgullo ni de mi felicidad ni de mis principios, porque sentía que cada cosa
que hacía por ti tú me la devolvías con creces. No había enfados absurdos, ni
discusiones sin sentido. El paso de nuestra amistad, con su confianza y su
cariño, al amor, con su intimidad y su pasión, fue sencillo, natural, como si
estuviéramos hechos el uno para el otro desde siempre. Volví a verme vestida de
blanco, aunque sé que la idea no te ilusiona del todo, y lo más curioso es que
me empezó a dar igual todo aquello que pensé imprescindible para ese día: la
iglesia, la comida, la música, el coche de caballos, el lugar… Porque lo único
que ahora me parece importante es saber que serás tú el que me esperará al
final de aquel pasillo. Descubrí que el elemento clave de mi felicidad no eras
otro que tú. Al fin y al cabo, ¿cómo no va a ser el protagonista de ese día el
novio?
Me has devuelto la fe en un amor que ya no creía posible,
declarado o no. No ha habido tiempo de acople, ni asperezas que limar, ni
personalidad que ocultar al otro. Ya nos conocíamos, ya sabíamos nuestros
puntos fuertes y débiles. Si decidimos embarcarnos en esta aventura fue con
todas las cartas boca arriba. Sabíamos qué podíamos esperar y no del otro,
conocíamos lo que nos gustaba y lo que no. Pero está claro que lo bueno superó
con creces lo menos bueno, porque aquí seguimos.
Y descubro, años más tarde, que era verdad. La amistad y el
deseo dan lugar a un amor en calma, real, sin secretos. Un amor que otorga paz, algo que no se valora hasta que se encuentra y te das cuenta de lo importante que es no perderla. Un amor que profundiza
más deprisa que el resto porque la base ya está creada. Y descubro que sí, que
eres tú, que al mirarte encuentro a mi amigo de antaño fortalecido por un
sentimiento más profundo y bañado por un deseo que no muere. Descubro, años más
tarde, que aquella yo adolescente tenía razón. Que ésa era, sin duda, la
ecuación perfecta.