Nadie quiere estar solo… Eso dicen Christina Aguilera y
Ricky Martin en uno de sus famosos temas. Nadie quiere estar solo. Nadie quiere
llorar. Como si fueran dos cosas que estuvieran directamente relacionadas…
Hace unos años la vida me ofreció una oportunidad que hasta
entonces no había querido darme a mí misma: la oportunidad de estar sola. Y
cuando digo estar sola me refiero, obviamente, a estar sin pareja. Los amigos,
la familia… todo eso está siempre ahí, por suerte, aunque a veces no lo
apreciemos lo suficiente. Pero el amor… ¡Ay! El amor es tan escurridizo y
travieso…
Como bien decía un amigo mío (de regreso al tema), había
pasado toda mi vida adolescente de lío en lío, y no porque fuera especialmente libidinosa.
Era la misma que ahora, aunque hubo un tiempo en que lo olvidé. Me enamoraba
con locura, lo entregaba todo y… casi siempre acababa con el corazón roto. Pero
el caso es que mi corazón enseguida encontraba a otra persona de la que
enamorarse y por la que volver a repetir el proceso. Hasta que un día, unos
brazos me consolaron de un nuevo desamor y… se quedaron a mi lado durante años.
Mi corazón, que al principio me confesó
que, esta vez, era yo la que no estaba enamorada, se dejó llevar por una situación
cómoda en la que, por primera vez en mi vida, alguien me amaba y estaba junto a
mí de verdad. Sólo que no lo estaba…
Así, pasados los años, desnudas las verdades y muerto
cualquier sentimiento benévolo, aquella historia terminó, tras muchos y
agónicos aletazos. 8 años y medio llevaba dando por hecho una vida que se me
había hecho pedazos en segundos. Y me quedé, como se diría coloquialmente,
sola.
Para alivio de aquel amigo que mencionaba al principio (y
también para suerte mía, lo viera o no en aquel momento), no encontré sustituto
en mi corazón inmediatamente. Demasiadas heridas, demasiado dolor, demasiadas
personas y momentos que olvidar como para estar lista para comenzar de nuevo.
Me quedé sola y, en mi soledad, aprendí a valorar de verdad todo aquello que
siempre había dicho valorar pero que, realmente, había pasado casi
desapercibido en mi vida. En primer lugar, las personas de mi alrededor, mi
familia, mis amigos. Esa gente que me regaló gratuitamente su luz en aquellos
momentos de oscuridad sin importar la hora o el lugar. En segundo lugar, yo
misma. Tuve tiempo para aprender a vivir conmigo misma y nadie más. Tomar mis
propias decisiones, hacer mis propias amistades, crear mi propia vida. Me odié
y me amé al mismo tiempo con la misma intensidad y, al final, llegué a cierto
equilibrio.
Entonces, estar sola dejó de ser una imposición para ser
parte de mi vida. Podía hacer y deshacer a mi antojo, elegir en todo momento,
no depender de nadie a la hora de salir o entrar, ser feliz sin dar explicaciones
de cómo ni por qué. Y entonces, solo entonces, estuve realmente preparada para
dejar de estar sola.
La oportunidad se apareció y, sin embargo, yo ya no era la
misma de antes. Cosas que antes hubiera tolerado como parte normal de una
relación se me antojaban imposibles. Si dejaba atrás mi libertad, ésa que tanto
me había costado amar y que era ya indispensable para mí, tendría que ser por
algo que realmente mereciera la pena, por algo que me hiciera aún más feliz de
lo que ya era. No, mi corazón ya no estaba dispuesto a enamorarse de cualquiera
que le mostrara algo de afecto porque ya estaba enamorado, por así decirlo, de
mí. Y eso estaba por encima de todo lo demás.
Si mi viejo amigo me leyera le diría que esté tranquilo.
Sigo siendo la romántica empedernida de siempre. De hecho, he descubierto el
placer que supone estar acompañada de alguien por el que sí puede merecer la
pena dejar atrás libertades y espacios propios. Pero, a diferencia de aquellos
amores adolescentes, esta vez lo elegí yo. Esta vez no fue la imperiosa
necesidad de compartir mi vida con alguien la que me llevó a dejarme querer,
esta vez tuve que dejar de lado algo que era importante para mí y lo hice
gustosa porque me pareció que podría merecer la pena. Me enamoré, sí, pero
porque quise hacerlo y no porque necesitara realmente complicarme la existencia
(cuando las cosas dependen de dos, siempre se hacen deliciosamente más
complicadas). Me enamoré del mismo modo, dispuesta a entregarlo todo, a ir
hasta el fin del mundo por esa persona. Con una sola diferencia: no lo haría a
costa de mí.
Y es que, aquellos meses de soledad no lo fueron realmente,
porque estuve conmigo misma. Y solo cuando aprendí a ser feliz de esa manera,
pude encontrar un amor fuerte y real, un amor por el que decidiera luchar
porque realmente creo que merece la pena, que puede aportar felicidad a mi
existencia, ya de por sí completa. No me falta el aire si no está, pero se
torna más espeso. No me muero si se marcha, aunque me marchito. No me pierdo
sin su voz, aunque el mapa se desdibuja.
No le necesito para seguir adelante, pero su mano hace el camino más ameno.
Descubrí, en mis meses de soledad, que el verdadero amor
nace porque sí, tan solo para complicar algo más las cosas, y no por la triste
necesidad de estar acompañado. Amar por elección y no por necesidad.
Y es que no hay mejor declaración de amor que esta: “Podría
vivir sin ti… pero no quiero.”