
Cierro los ojos, acurrucada entre mis suaves y cálidas
camas. En el filo de la cama, me acurruco sobre mí misma, como si fuera un bebé
aún en el vientre de su madre. Siempre he dormido así. En un momento dado, mi
espalda se incomoda, recordándome que hace muchos años que ya no soy un bebé.
Me doy la vuelta. Y entonces, casi instintivamente, tiendo una mano a ese otro
espacio de la cama que hasta ahora me parecía inocente y que ahora, al notarlo
vacío, me recuerda a ti y a tu ausencia.

Qué curiosa la vida. Desde que comencé a compartir cama con
otras personas (para ser más precisos, habría que decir que comencé a compartir
cama con otra persona y así seguí durante muchos, muchos años…) me pareció una
manera absurda e incómoda de dormir. Ya ves, cuando dormir debería ser el acto
más cómodo y relajado del mundo. Al principio
pensé que era por las circunstancias, porque siempre compartía camas de
90 y, en ellas, el espacio es más que reducido. Pero luego compartí camas más
grandes, de 135, de 150… y la sensación seguía siendo la misma.

La persona con la que compartía mi espacio vital en el
momento más íntimo del día, cuando me dejo vencer por el sueño y soy, quiera o
no, yo misma, no era, aparentemente, el problema. Al igual que yo, parecía
rehuir de abrazos y contactos innecesarios en la noche. La cama era para
dormir, y para ello no necesitábamos estar el uno junto al otro. No niego que
en algún momento me pregunté cómo sería dormir como en las películas, unidos
sin buscar nada más que el puro contacto corporal, pero di por hecho que sería
aún más incómodo. Yo necesitaba seguir durmiendo como siempre, acurrucada en
mí, en posición fetal, sin nadie que interrumpiera mi sueño. Tenía muy claro en
aquel entonces que cuando fuera mayor, tuviera mi casa y compartiera habitación
con mi novio o mi marido, compraría una cama King size, de 180 o, en su
defecto, dos camas de 90 para tener cada uno nuestro propio espacio. Me parecía
práctico, cómodo, perfecto. No veía lagunas por ninguna parte. Me daba igual
que los demás me dijeron que era algo frío, que no veían el romanticismo por
ninguna parte, que vaya manera más poco cariñosa de ver las cosas. Para hacer
el amor no hacía falta compartir cama y, para dormir, me parecía mucho mejor mi
idea que cualquier otra. Si cuando estamos solteros buscamos y anhelamos dormir
en camas grandes para nosotros solos ¿por qué conformarnos con apenas 80 cm de
cama cuando estamos en pareja? En aquel entonces ya vivía con aquella persona
que compartió conmigo muchos años de mi vida y ambos dormíamos en camas unidas
pero independientes. Y no, jamás ninguno de los dos invadió ni necesitó invadir
la cama del otro para absolutamente nada.

Pasaron seis años y no compartí cama con nadie más, como era
lógico. Pero el destino fue travieso y me presentó a otra persona, alguien con
quien jamás pensé compartir más que una sincera amistad y en cuyos brazos me
enredé más de lo necesario. La primera noche que compartí cama con él,
caprichos del destino, en aquellas dos camas que eran de mi pareja y mía,
descubrí que no estaba tan mal eso de compartir espacios. Me arrastró hacia una
de las dos camas, en la que él se había tumbado, y apenas me dejó escapar a la
mía unos instantes. Me abrazó y me dejé llevar por el cariño que tanto
anhelaba, pero tardé mucho en conciliar el sueño. Aún sin estar abrazada a él,
dormida ya, me desperté a menudo a lo largo de la noche, cada vez que quería
darme la vuelta o que nuestros cuerpos se rozaban. Recuerdo que, hablando con
un amigo de todo aquel tema, le confesé que me gustaba aquel abrazo nocturno
pero que, a la vez, me incomodaba. No podía dormir a gusto hasta que él se
dormía y, de alguna manera, me “soltaba.” Di por hecho que era parte de mi
forma de ser y que, realmente, prefería dormir a solas. Compartí alguna que
otra noche más cama con aquel amor prohibido y, aunque era agradable, porque en
sus brazos encontraba un amor que no hallaba hacía tiempo en los otros,
agradecía enormemente que, cuando se dormía, yo pudiera darme la vuelta y
volver a dormir a solas conmigo misma, aunque sintiera cerca de mí su
respiración. Me dio por pensar qué sería de mí cuando tuviera que dormir cada
noche con alguien y madrugar para ir a trabajar al día siguiente. Las noches en
compañía eran hermosas, sí, pero desde luego, no para descansar.

Luego, rompí con mi amante y, algo más tarde, con mi pareja.
Viviendo en Sevilla, mi cama de 150 era un lujo y no, no se me antojaba grande
en absoluto. Seguía durmiendo como siempre, acurrucada en el borde de la cama,
peleándome con mi perrilla cuando quería darme la vuelta y ella estaba apoyada
en mi espalda, pero sin echar de menos nada más. Estaba soltera pero acostarme
a solas por la noche era, desde luego, lo que menos me pesaba de mi soltería.

Algunos meses más tarde, volví a compartir cama, la mayor
parte de las ocasiones, tan sólo, por no salir corriendo después de acostarme
con aquel nuevo amante que me ofreció la vida. Aguantaba lo que podía cerca de
su cuerpo pero, en cuanto notaba que su respiración se relajaba, me daba la
vuelta y me alejaba de él. Buscaba mi espacio, lo necesitaba para dormir relativamente
bien. Aún así, seguía despertándome a poco que notara la presencia de otro a mi
lado. No, dormir con alguien seguía sin ser algo prioritario para mí. Recuerdo
cómo a él sí parecía hacerle ilusión, cómo me decía muchas veces: “Quédate,
anda…” y cómo yo era consciente de que realmente él quería que me quedara a
dormir, que no buscaba nada más que eso, dormir; y no entendía qué tenía de
especial todo aquello. La historia, obviamente, terminó, aunque jamás le di
importancia al hecho de que para mí dormir con alguien no fuera especial.
Pero entonces, llegó él… No voy a inventar una historia
perfecta, creo que la primera noche que dormí con él fue una de las peores
noches que he compartido cama de mi vida. No es que pasara nada malo, es por lo
que yo quise interpretar o por lo que, de alguna manera, descubrí. Nos
acostamos juntos como amigos que comparten algo más y luego… él hizo
exactamente lo mismo que yo, se dio la vuelta y, de espaldas, nos dormimos.
Hasta ahí, todo perfecto para mí, ¿acaso no me gustaba dormir sola? Pero cuando
se levantó y se marchó con un simple: hasta luego, me sentí extraña. No sé qué
esperaba, era un amigo que se marchaba, nada más. Supongo que, en el fondo,
nunca fui mujer de una sola noche, aunque me empeñara en decir que podía serlo.
Quiso la suerte o el destino, que ya tenía todo planeado,
darnos otra oportunidad. Aquella noche, acurrucados en una cama de 90, intuí
que dormiría fatal, como siempre que mi espacio se reducía tanto y, sin embargo…
Con su brazo sobre mi cuerpo, cerré los ojos y me dormí, como si aquel fuera el
lugar que la vida tenía reservado para que yo durmiera segura.

Ha pasado mucho tiempo desde aquello, casi un año ya. Nos
hemos ido adaptando el uno al otro, amoldando poco a poco, perdiendo por el
camino los lastres de la timidez y la vergüenza para dejar espacio a cosas más
importantes. Y, por primera vez en mi vida, tengo ganas de estar en la cama con
alguien en el sentido más inocente de la palabra. Dormir con él es… dormir. Me
acuesto a su lado, de frente a él. Siempre me acoge y me acerca a su cuerpo.
Busco el espacio perfecto para mi cabeza, un poco por debajo de la suya, sintiendo
en mi frente su respiración. El calor de la misma, que siempre me pareció algo
prescindible cuando duermes con alguien, se me antoja perfecto, un modo más de
saber que está ahí, a mi lado. No es una posición eterna. Hay noches que caemos
dormidos así, otras que no. En algún momento, él se da la vuelta y soy yo la
que lo cubre con mi brazo. Al final, nos damos la espalda, no vamos a estar
todo el tiempo igual. Pero sé que, tarde o temprano, él girará y me abrazará, y
yo responderé a su gesto apretando su mano contra mi pecho. O quizás sea yo la
que se gira, le dé un beso en la espalda y siga durmiendo, sin importarme no
poder estirar el brazo porque haya un cuerpo más allá del mío. Puede que ambos
nos demos la vuelta y de nuevo me abrace, acercándome a él. O, tal vez,
coincidamos tan solo de paso en alguno de nuestros giros y, casi por instinto,
nuestras manos se enreden entre ambos y se queden así, aunque uno de los dos dé
la espalda al otro, aunque sea la única parte de nuestro cuerpo que siga en
contacto con el del otro.

Y me paso las noches solitarias esperando que lleguen las
noches a su lado. Ya no me despierto mil veces a lo largo de la noche por
compartir cama con alguien, y cuando me despierto y él no está, lo echo en
falta. He descubierto que los demás tenían razón, que dormir en camas separadas
o demasiado grandes es frío, poco romántico, inusual. Me he dado cuenta de que,
si el corazón late al compás de otro, los cuerpos descansan juntos en armonía y
paz, quizás porque sea lo natural, quizás porque, en parte, sean uno solo. Y
que no hay nada mejor en este mundo que compartir cualquier espacio de cama con
la persona adecuada.
Ya no me falta espacio, no, me sobra. Me sobra espacio en
una cama vacía en la que siempre te añoro. Me sobran 10, 20, 130 centímetros.
Me sobra la cama entera. Y es que quizás la cama dejó de ser lo importante. Y
es que quizás ya no quiero dormir en ella, sólo quiero dormir… junto a ti.