lunes, 11 de abril de 2016

PODRÍA VIVIR SIN TI... PERO NO QUIERO

Nadie quiere estar solo… Eso dicen Christina Aguilera y Ricky Martin en uno de sus famosos temas. Nadie quiere estar solo. Nadie quiere llorar. Como si fueran dos cosas que estuvieran directamente relacionadas…

Hace unos años la vida me ofreció una oportunidad que hasta entonces no había querido darme a mí misma: la oportunidad de estar sola. Y cuando digo estar sola me refiero, obviamente, a estar sin pareja. Los amigos, la familia… todo eso está siempre ahí, por suerte, aunque a veces no lo apreciemos lo suficiente. Pero el amor… ¡Ay! El amor es tan escurridizo y travieso…

Como bien decía un amigo mío (de regreso al tema), había pasado toda mi vida adolescente de lío en lío, y no porque fuera especialmente libidinosa. Era la misma que ahora, aunque hubo un tiempo en que lo olvidé. Me enamoraba con locura, lo entregaba todo y… casi siempre acababa con el corazón roto. Pero el caso es que mi corazón enseguida encontraba a otra persona de la que enamorarse y por la que volver a repetir el proceso. Hasta que un día, unos brazos me consolaron de un nuevo desamor y… se quedaron a mi lado durante años. Mi corazón, que al principio me confesó que, esta vez, era yo la que no estaba enamorada, se dejó llevar por una situación cómoda en la que, por primera vez en mi vida, alguien me amaba y estaba junto a mí de verdad. Sólo que no lo estaba…

Así, pasados los años, desnudas las verdades y muerto cualquier sentimiento benévolo, aquella historia terminó, tras muchos y agónicos aletazos. 8 años y medio llevaba dando por hecho una vida que se me había hecho pedazos en segundos. Y me quedé, como se diría coloquialmente, sola.
Para alivio de aquel amigo que mencionaba al principio (y también para suerte mía, lo viera o no en aquel momento), no encontré sustituto en mi corazón inmediatamente. Demasiadas heridas, demasiado dolor, demasiadas personas y momentos que olvidar como para estar lista para comenzar de nuevo. Me quedé sola y, en mi soledad, aprendí a valorar de verdad todo aquello que siempre había dicho valorar pero que, realmente, había pasado casi desapercibido en mi vida. En primer lugar, las personas de mi alrededor, mi familia, mis amigos. Esa gente que me regaló gratuitamente su luz en aquellos momentos de oscuridad sin importar la hora o el lugar. En segundo lugar, yo misma. Tuve tiempo para aprender a vivir conmigo misma y nadie más. Tomar mis propias decisiones, hacer mis propias amistades, crear mi propia vida. Me odié y me amé al mismo tiempo con la misma intensidad y, al final, llegué a cierto equilibrio.

Entonces, estar sola dejó de ser una imposición para ser parte de mi vida. Podía hacer y deshacer a mi antojo, elegir en todo momento, no depender de nadie a la hora de salir o entrar, ser feliz sin dar explicaciones de cómo ni por qué. Y entonces, solo entonces, estuve realmente preparada para dejar de estar sola.

La oportunidad se apareció y, sin embargo, yo ya no era la misma de antes. Cosas que antes hubiera tolerado como parte normal de una relación se me antojaban imposibles. Si dejaba atrás mi libertad, ésa que tanto me había costado amar y que era ya indispensable para mí, tendría que ser por algo que realmente mereciera la pena, por algo que me hiciera aún más feliz de lo que ya era. No, mi corazón ya no estaba dispuesto a enamorarse de cualquiera que le mostrara algo de afecto porque ya estaba enamorado, por así decirlo, de mí. Y eso estaba por encima de todo lo demás.

Si mi viejo amigo me leyera le diría que esté tranquilo. Sigo siendo la romántica empedernida de siempre. De hecho, he descubierto el placer que supone estar acompañada de alguien por el que sí puede merecer la pena dejar atrás libertades y espacios propios. Pero, a diferencia de aquellos amores adolescentes, esta vez lo elegí yo. Esta vez no fue la imperiosa necesidad de compartir mi vida con alguien la que me llevó a dejarme querer, esta vez tuve que dejar de lado algo que era importante para mí y lo hice gustosa porque me pareció que podría merecer la pena. Me enamoré, sí, pero porque quise hacerlo y no porque necesitara realmente complicarme la existencia (cuando las cosas dependen de dos, siempre se hacen deliciosamente más complicadas). Me enamoré del mismo modo, dispuesta a entregarlo todo, a ir hasta el fin del mundo por esa persona. Con una sola diferencia: no lo haría a costa de mí.

Y es que, aquellos meses de soledad no lo fueron realmente, porque estuve conmigo misma. Y solo cuando aprendí a ser feliz de esa manera, pude encontrar un amor fuerte y real, un amor por el que decidiera luchar porque realmente creo que merece la pena, que puede aportar felicidad a mi existencia, ya de por sí completa. No me falta el aire si no está, pero se torna más espeso. No me muero si se marcha, aunque me marchito. No me pierdo sin su voz, aunque el mapa se desdibuja.

No le necesito para seguir adelante, pero su mano hace el camino más ameno.

Descubrí, en mis meses de soledad, que el verdadero amor nace porque sí, tan solo para complicar algo más las cosas, y no por la triste necesidad de estar acompañado. Amar por elección y no por necesidad.

Y es que no hay mejor declaración de amor que esta: “Podría vivir sin ti… pero no quiero.”


lunes, 4 de abril de 2016

SOBRA ESPACIO...

Cierro los ojos, acurrucada entre mis suaves y cálidas camas. En el filo de la cama, me acurruco sobre mí misma, como si fuera un bebé aún en el vientre de su madre. Siempre he dormido así. En un momento dado, mi espalda se incomoda, recordándome que hace muchos años que ya no soy un bebé. Me doy la vuelta. Y entonces, casi instintivamente, tiendo una mano a ese otro espacio de la cama que hasta ahora me parecía inocente y que ahora, al notarlo vacío, me recuerda a ti y a tu ausencia.

Qué curiosa la vida. Desde que comencé a compartir cama con otras personas (para ser más precisos, habría que decir que comencé a compartir cama con otra persona y así seguí durante muchos, muchos años…) me pareció una manera absurda e incómoda de dormir. Ya ves, cuando dormir debería ser el acto más cómodo y relajado del mundo. Al principio  pensé que era por las circunstancias, porque siempre compartía camas de 90 y, en ellas, el espacio es más que reducido. Pero luego compartí camas más grandes, de 135, de 150… y la sensación seguía siendo la misma.

La persona con la que compartía mi espacio vital en el momento más íntimo del día, cuando me dejo vencer por el sueño y soy, quiera o no, yo misma, no era, aparentemente, el problema. Al igual que yo, parecía rehuir de abrazos y contactos innecesarios en la noche. La cama era para dormir, y para ello no necesitábamos estar el uno junto al otro. No niego que en algún momento me pregunté cómo sería dormir como en las películas, unidos sin buscar nada más que el puro contacto corporal, pero di por hecho que sería aún más incómodo. Yo necesitaba seguir durmiendo como siempre, acurrucada en mí, en posición fetal, sin nadie que interrumpiera mi sueño. Tenía muy claro en aquel entonces que cuando fuera mayor, tuviera mi casa y compartiera habitación con mi novio o mi marido, compraría una cama King size, de 180 o, en su defecto, dos camas de 90 para tener cada uno nuestro propio espacio. Me parecía práctico, cómodo, perfecto. No veía lagunas por ninguna parte. Me daba igual que los demás me dijeron que era algo frío, que no veían el romanticismo por ninguna parte, que vaya manera más poco cariñosa de ver las cosas. Para hacer el amor no hacía falta compartir cama y, para dormir, me parecía mucho mejor mi idea que cualquier otra. Si cuando estamos solteros buscamos y anhelamos dormir en camas grandes para nosotros solos ¿por qué conformarnos con apenas 80 cm de cama cuando estamos en pareja? En aquel entonces ya vivía con aquella persona que compartió conmigo muchos años de mi vida y ambos dormíamos en camas unidas pero independientes. Y no, jamás ninguno de los dos invadió ni necesitó invadir la cama del otro para absolutamente nada.
Pasaron seis años y no compartí cama con nadie más, como era lógico. Pero el destino fue travieso y me presentó a otra persona, alguien con quien jamás pensé compartir más que una sincera amistad y en cuyos brazos me enredé más de lo necesario. La primera noche que compartí cama con él, caprichos del destino, en aquellas dos camas que eran de mi pareja y mía, descubrí que no estaba tan mal eso de compartir espacios. Me arrastró hacia una de las dos camas, en la que él se había tumbado, y apenas me dejó escapar a la mía unos instantes. Me abrazó y me dejé llevar por el cariño que tanto anhelaba, pero tardé mucho en conciliar el sueño. Aún sin estar abrazada a él, dormida ya, me desperté a menudo a lo largo de la noche, cada vez que quería darme la vuelta o que nuestros cuerpos se rozaban. Recuerdo que, hablando con un amigo de todo aquel tema, le confesé que me gustaba aquel abrazo nocturno pero que, a la vez, me incomodaba. No podía dormir a gusto hasta que él se dormía y, de alguna manera, me “soltaba.” Di por hecho que era parte de mi forma de ser y que, realmente, prefería dormir a solas. Compartí alguna que otra noche más cama con aquel amor prohibido y, aunque era agradable, porque en sus brazos encontraba un amor que no hallaba hacía tiempo en los otros, agradecía enormemente que, cuando se dormía, yo pudiera darme la vuelta y volver a dormir a solas conmigo misma, aunque sintiera cerca de mí su respiración. Me dio por pensar qué sería de mí cuando tuviera que dormir cada noche con alguien y madrugar para ir a trabajar al día siguiente. Las noches en compañía eran hermosas, sí, pero desde luego, no para descansar.

Luego, rompí con mi amante y, algo más tarde, con mi pareja. Viviendo en Sevilla, mi cama de 150 era un lujo y no, no se me antojaba grande en absoluto. Seguía durmiendo como siempre, acurrucada en el borde de la cama, peleándome con mi perrilla cuando quería darme la vuelta y ella estaba apoyada en mi espalda, pero sin echar de menos nada más. Estaba soltera pero acostarme a solas por la noche era, desde luego, lo que menos me pesaba de mi soltería.

Algunos meses más tarde, volví a compartir cama, la mayor parte de las ocasiones, tan sólo, por no salir corriendo después de acostarme con aquel nuevo amante que me ofreció la vida. Aguantaba lo que podía cerca de su cuerpo pero, en cuanto notaba que su respiración se relajaba, me daba la vuelta y me alejaba de él. Buscaba mi espacio, lo necesitaba para dormir relativamente bien. Aún así, seguía despertándome a poco que notara la presencia de otro a mi lado. No, dormir con alguien seguía sin ser algo prioritario para mí. Recuerdo cómo a él sí parecía hacerle ilusión, cómo me decía muchas veces: “Quédate, anda…” y cómo yo era consciente de que realmente él quería que me quedara a dormir, que no buscaba nada más que eso, dormir; y no entendía qué tenía de especial todo aquello. La historia, obviamente, terminó, aunque jamás le di importancia al hecho de que para mí dormir con alguien no fuera especial.

Pero entonces, llegó él… No voy a inventar una historia perfecta, creo que la primera noche que dormí con él fue una de las peores noches que he compartido cama de mi vida. No es que pasara nada malo, es por lo que yo quise interpretar o por lo que, de alguna manera, descubrí. Nos acostamos juntos como amigos que comparten algo más y luego… él hizo exactamente lo mismo que yo, se dio la vuelta y, de espaldas, nos dormimos. Hasta ahí, todo perfecto para mí, ¿acaso no me gustaba dormir sola? Pero cuando se levantó y se marchó con un simple: hasta luego, me sentí extraña. No sé qué esperaba, era un amigo que se marchaba, nada más. Supongo que, en el fondo, nunca fui mujer de una sola noche, aunque me empeñara en decir que podía serlo.

Quiso la suerte o el destino, que ya tenía todo planeado, darnos otra oportunidad. Aquella noche, acurrucados en una cama de 90, intuí que dormiría fatal, como siempre que mi espacio se reducía tanto y, sin embargo… Con su brazo sobre mi cuerpo, cerré los ojos y me dormí, como si aquel fuera el lugar que la vida tenía reservado para que yo durmiera segura.
Ha pasado mucho tiempo desde aquello, casi un año ya. Nos hemos ido adaptando el uno al otro, amoldando poco a poco, perdiendo por el camino los lastres de la timidez y la vergüenza para dejar espacio a cosas más importantes. Y, por primera vez en mi vida, tengo ganas de estar en la cama con alguien en el sentido más inocente de la palabra. Dormir con él es… dormir. Me acuesto a su lado, de frente a él. Siempre me acoge y me acerca a su cuerpo. Busco el espacio perfecto para mi cabeza, un poco por debajo de la suya, sintiendo en mi frente su respiración. El calor de la misma, que siempre me pareció algo prescindible cuando duermes con alguien, se me antoja perfecto, un modo más de saber que está ahí, a mi lado. No es una posición eterna. Hay noches que caemos dormidos así, otras que no. En algún momento, él se da la vuelta y soy yo la que lo cubre con mi brazo. Al final, nos damos la espalda, no vamos a estar todo el tiempo igual. Pero sé que, tarde o temprano, él girará y me abrazará, y yo responderé a su gesto apretando su mano contra mi pecho. O quizás sea yo la que se gira, le dé un beso en la espalda y siga durmiendo, sin importarme no poder estirar el brazo porque haya un cuerpo más allá del mío. Puede que ambos nos demos la vuelta y de nuevo me abrace, acercándome a él. O, tal vez, coincidamos tan solo de paso en alguno de nuestros giros y, casi por instinto, nuestras manos se enreden entre ambos y se queden así, aunque uno de los dos dé la espalda al otro, aunque sea la única parte de nuestro cuerpo que siga en contacto con el del otro.
Y me paso las noches solitarias esperando que lleguen las noches a su lado. Ya no me despierto mil veces a lo largo de la noche por compartir cama con alguien, y cuando me despierto y él no está, lo echo en falta. He descubierto que los demás tenían razón, que dormir en camas separadas o demasiado grandes es frío, poco romántico, inusual. Me he dado cuenta de que, si el corazón late al compás de otro, los cuerpos descansan juntos en armonía y paz, quizás porque sea lo natural, quizás porque, en parte, sean uno solo. Y que no hay nada mejor en este mundo que compartir cualquier espacio de cama con la persona adecuada.

Ya no me falta espacio, no, me sobra. Me sobra espacio en una cama vacía en la que siempre te añoro. Me sobran 10, 20, 130 centímetros. Me sobra la cama entera. Y es que quizás la cama dejó de ser lo importante. Y es que quizás ya no quiero dormir en ella, sólo quiero dormir… junto a ti.